Madrugada del sábado de Feria en Sevilla. Miguel Ferrer, entonces director de la Estación Biológica de Doñana, había aprovechado para salir con su mujer por primera vez desde que nació su segunda hija, que se quedaba con la canguro. «Volvimos tarde –recuerda–. Sobre las cinco de la mañana sonó el teléfono para avisarme de que se había roto la presa. Cogí la moto y me fui directamente para allá. Le dije a mi mujer que volvería enseguida.Tardé quince días», recuerda veinte años después este investigador del CSIC, que estuvo al frente de la Estación Biológica de Doñana, dependiente del CSIC, entre los años 1996 y 2000.

La imagen que mantiene grabada en la retina es de peces saltando del agua –que tenía un PH similar al de una batería de coche, precisa– «porque preferían morir asfixiados antes que abrasados». De esos primeros instantes recuerda el debate abierto entre los partidarios de retener el vertido y los que pensaban que el problema se acabaría dejando que vertiese al Guadalquivir. En estos casos, y ya con el aval que otorga el paso del tiempo, se ha demostrado que la mejor solución es siempre limitar el área afectada, aunque este aprendizaje no se pusiera en práctica en el caso del Prestige y que uno de sus grandes aciertos fue la amplísima documentación científica de lo ocurrido desde el primer momento.

Los tractores de los arroceros sirvieron para construir el muro de urgencia con el que se logró retener el contenido de la balsa minera antes de llegar a Doñana. Se vertieron cuatro hectómetros cúbicos de aguas ácidas y otros dos de lodos cargados de metales pesados. La balsa retenía 36 hectómetros cúbicos de residuos.

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