La Constitución Española de 1978 fue fruto del consenso, esa palabra que hoy, cuarenta años después, ha caído en desuso como consecuencia de la radicalización de los discursos políticos. Ese fue el gran logro de la Carta Magna: diálogo, negociación, acuerdo, pacto firmado. Un Estado no tiene otra manera de avanzar si no es mediante el contrato social como mecanismo para resolver los conflictos políticos. La confrontación y el odio solo conducen al desastre colectivo. Cuando los ‘siete padres de la Constitución’ se sentaron a redactar el texto, la sombra de Franco estaba todavía muy presente, había ruido de sables en los cuarteles, ETA golpeaba duro y la crisis económica causaba estragos. Sacar adelante un borrador constitucional no era tarea fácil. Más bien era una labor heroica condenada al fracaso de antemano. Pero lo hicieron.

Gabriel Cisneros (UCD); Manuel Fraga (Alianza Popular); Miguel Herrero (UCD); Gregorio Peces-Barba (PSOE); José Pedro Pérez Llorca (UCD); Miquel Roca i Junyent (Convergencia Democrática de Cataluña); y Jordi Solé Tura (Partit Socialista Unificat de Catalunya, federado con el Partido Comunista de España) se sentaron alrededor de una mesa (a veces en una cafetería), dejaron a un lado los muertos de la Guerra Civil, cuyo recuerdo pesaba en sus familias, y se pusieron a debatir con valentía y honestidad. Los comunistas dieron una lección al renunciar a ciertos principios para lograr la concordia. También Fraga estuvo a la altura del momento histórico, pese a que había sido hombre fuerte de la dictadura.

La Constitución fue aprobada el 31 de octubre de 1978 en el Congreso de los Diputados por 325 votos a favor, 6 en contra y 14 abstenciones. Poco después pasó el trámite del Senado con la misma aplastante mayoría (226 votos a favor, solo 5 en contra y 8 abstenciones) y fue definitivamente aprobada en referéndum el 6 de diciembre de 1978. El 87 por ciento de los españoles votaron a favor. Es cierto que el texto llevaba intrínseca la trampa de la forma de Gobierno, el trágala de la monarquía parlamentaria como sucesora del franquismo, y que muchos españoles republicanos tuvieron que votar la Constitución a disgusto con ese epígrafe. Lo lógico hubiese sido convocar un referéndum sobre la Jefatura del Estado, pero las fuerzas franquistas y el miedo a un nuevo golpe militar lo impidieron. Sin embargo, el ‘juancarlismo’ funcionó como símbolo del nuevo régimen democrático, aunque fuese en forma de parche, y el edificio aguantó durante largo tiempo, hasta que han empezado las goteras.

Lo que resulta innegable es que nunca antes en la historia de España una Constitución había tenido un periodo de vigencia tan largo, lo cual demuestra que la experiencia no ha debido ser tan mala. Tampoco antes el pueblo español había vivido un período tan largo de paz y prosperidad. Conviene no perder de vista que veníamos de una serie de guerras carlistas que desangraron el país en el siglo XIX, y que en 1936 estalló la Guerra Civil, la mayor tragedia de nuestra historia con más de un millón de muertos. La Constitución Española puso fin al enfrentamiento fratricida, enterrando de una vez por todas la leyenda negra de las dos Españas. Fue un cicatrizante balsámico que, sin saber muy bien por qué, ha funcionado y ha cumplido perfectamente su misión: que no siguiéramos matándonos. Solo por eso ha merecido la pena.

Pero es que además la Constitución ha tenido muchos más efectos positivos, no solo en lo político, sino también en lo social y en lo económico. En los últimos cuarenta años España ha pasado de ser un país atrasado donde no había más que caminos de cabras y aldeas repletas de analfabetos a convertirse en un Estado moderno con buenas infraestructuras que ha superado por fin el estadio del subdesarrollo en el que estuvo inmerso durante siglos. Desde 1978 la renta per cápita se ha multiplicado por 13. Se ha garantizado la libertad ideológica, la libertad religiosa y la libertad de expresión (hoy amputada por la ley mordaza del PP, a todas luces inconstitucional). Gracias a la Constitución tenemos educación pública laica y a la Universidad pueden ir a estudiar los hijos de los obreros, algo impensable durante el franquismo, cuando los estudios superiores estaban reservados solo para las elites y las familias pudientes.

Tras la Carta Magna los españoles pueden disfrutar de un sistema de Seguridad Social gratuito y universal que pese a los recortes de los últimos años sigue funcionando relativamente bien. Ya quisieran millones de norteamericanos disponer de una sanidad pública y de calidad como la española. En el país de Trump hay miles de personas cojas y tullidas que vagan por las calles porque no tienen dinero para pagarse una operación o una simple prótesis. Además, la investigación médica y científica en España ha avanzado exponencialmente y aunque muchos de nuestros mejores cerebros siguen teniendo que irse a trabajar al extranjero aquel “que inventen ellos” de Unamuno ya es historia.

Las reformas sociales han sido prodigiosas. Antes de que la Constitución consagrara el principio de igualdad y no discriminación por razones de sexo, las mujeres tenían que dedicarse abnegadamente al hogar y a la crianza de los hijos y necesitaban de una autorización del marido para acceder a un empleo. Hoy pueden ir a la universidad, trabajar, divorciarse si les va mal en el matrimonio, abortar voluntariamente y pedir amparo a los tribunales, gracias a la Ley de Violencia de Género, cuando son maltratadas por sus parejas. Queda mucho por hacer, es cierto, sobre todo en la equiparación de salarios y en la persecución del terrorismo machista, pero es la propia Constitución la que permite que se siga avanzando en la recuperación de los derechos de las mujeres.

El modelo territorial quizá haya sido el mayor fracaso de la Constitución del 78. Los padres de la Carta Magna idearon el Estado de las autonomías como forma de salir del paso en un momento en que los poderes franquistas, todavía vivos y activos, imponían la unidad de España. El invento ha dado resultado durante más de tres décadas, al integrar a las nacionalidades históricas, y ha supuesto un elevado grado de descentralización política. Si embargo, es más que evidente, y así lo demuestra el dramático procés en Cataluña, que el modelo está agotado y precisa una reforma urgente.

La Constitución fue el salvoconducto democrático, el pasaporte que nos permitió ingresar en la Unión Europa, y aunque hoy parece algo denostado hablar bien de las bondades del club de Bruselas, nos permitió acabar con la autarquía y con 40 años de aislamiento internacional que impuso el franquismo.

No nos olvidemos del respeto a los derechos humanos, que la Constitución recoge y garantiza en sus artículos principales, y del sometimiento de todos los ciudadanos al imperio de la ley.

Ha habido otras muchas luces, probablemente más que sombras. Por eso no nos quedemos solo con lo malo. ¿Reformar la Constitución para adaptarla a los nuevos tiempos? Por supuesto. ¿Liquidarla como pretenden algunos iluminados en función de sus ideas delirantes? Jamás.

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