El presidente del Gobierno español Pedro Sánchez, de viaje por Canadá esta semana, durante una rueda de prensa conjunta con el primer ministro canadiense Justin Trudeau ha afirmado rotundamente que Quebec: “es un ejemplo de que desde la política se pueden encontrar soluciones a una crisis secesionista”. Aunque como coletilla a su afirmación añadió que “cada país tiene sus caminos”. Estos, en realidad, son muy dispares, como veremos a continuación.

No habría nada que objetar a la idea del presidente español si hablara de negociación entre partes para discutir de manera serena problemas políticos. Sin embargo, el problema de su planteamiento radica en el profundo desconocimiento por parte de los políticos españoles de lo ocurrido en Quebec en los últimos cincuenta años y de la constitución canadiense en particular. En Quebec se ha intentado marear la perdiz, buscando la independencia ma non troppo; en Cataluña, se ha intentado quebrantar el ordenamiento jurídico vigente, lo que equivale a un golpe de Estado.

En absoluta puridad, la respuesta canadiense al secesionismo quebequés no ha sido política, sino jurídica: el Tribunal Supremo canadiense falló, y basándose en su fallo el gobierno de Canadá promulgó una ley cuyo efecto inmediato ha sido, mediante el estricto respeto a los mecanismos de jerarquía normativa que imperan en cualquier país del mundo, de tutelar un parlamento regional y encorsetar cualquier consulta y pregunta de referendo efectuada por el mismo, otorgándose el parlamento federal el derecho de determinar y de aprobar la claridad de la consulta, la mayoría conseguida por ésta, y la voluntad popular de la población. De no alcanzar estos supuestos, la consulta parlamentaria quedaría sin efecto, lo que en la práctica viene a ser un derecho de veto sobre un parlamento regional, algo parecido al artículo 155 de nuestra Constitución.

A diferencia de España, la Constitución de Canadá, a saber: el Acta de la América del Norte británica de 1867 (ley votada por el parlamento británico entonces, y repatriada como Constitución en 1982 por Pierre Trudeau, padre del actual primer ministro) no contiene en su origen ninguna provisión legal que estipule o establezca, como es el caso del ordenamiento jurídico español, la indivisibilidad del territorio nacional, ni que la soberanía nacional reside en el pueblo, ni establece ningún distingo entre lengua propia u oficial (en el 1982 se enmendó esta parte de la constitución), ni tampoco menciona, por ejemplo, referencia alguna a la competencia sobre referéndums, apartado éste que sí incluye el artículo 92.1 de Constitución Española de 1978 y que se otorga al gobierno central, y no autonómico.

En tal sentido, dado que no hay provisión legal que lo impida, una provincia canadiense puede dotarse de una ley sobre referendos y efectuarlos sin quebrar el ordenamiento constitucional, cosa que no puede efectuar una comunidad autónoma española porque así lo establece la constitución de 1978 (a menos que se admitan Estatutos de Autonomía inconstitucionales que consientan semejante aseveración, como parece ser la voluntad de Sánchez). Asimismo, las provincias canadienses deben proteger a las minorías lingüísticas (y en Quebec, hay un sistema educativo paralelo para la minoría anglófona), y no enjaular a la población mayoritaria en una ergástula del pensamiento único nacionalista, como sucede actualmente en Cataluña o en las islas Baleares.

Un poco de historia

En Quebec, como a buen seguro el lector recordará, hubo dos referendos, el primero en 1980, y en el segundo en 1995. Ambos referendos solicitaban permiso para negociar en nombre de la población un nuevo marco legal interpretable como una soberanía compartida, de medias tintas, pero nunca como una independencia integral. En ambos referendos, los nacionalistas “cocinaron” la pregunta del referendo, dado que los sondeos previos otorgaban una victoria aplastante al campo del “no” si se planteaba la cuestión de manera sencilla, tipo: “¿Quiere la independencia de Quebec: sí o no? Por ejemplo, la pregunta de 1995 fue:

 

¿Está usted de acuerdo en que Quebec debería convertirse en soberano después de haber hecho una oferta formal a Canadá para una nueva asociación económica y política en el ámbito de aplicación del proyecto de ley sobre el futuro de Quebec y del acuerdo firmado el 12 de junio de 1995?»

La redacción de la pregunta del 1980 era aún más farragosa si cabe [1]. Por ende, para soslayar el sentir popular con el partido nacionalista quebequés se planteó no pedir la independencia (palabra demasiado enérgica y malsonante), sino utilizar como sinónimo el concepto melifluo de soberanía, que debería alcanzarse en cuestiones de cultura y de lengua. En lo económico, los políticos nacionalistas quisieron mantener la unidad de mercado intacta (por la vigencia del NAFTA), así como el libre tránsito y tráfico de los flujos dinerarios y transacciones económicas: un Zollverein con Canadá, en suma. Como dijeran humoristas quebequeses de la época, los nacionalistas pretendían conseguir “un Quebec independiente dentro de un Canadá unido”…

Si en 1980 el resultado del referendo fue del 60% a favor de mantener el statu quo, en 1995, el “no” a la soberanía ganó por la mínima (50,58%), y el gobierno canadiense reconoció, in pectore, que había jugado con fuego. Fruto de sus reflexiones fue el que planteara varias preguntas al Tribunal Supremo de Canadá para que éste explicara como proceder en el caso de una hipotética victoria del “sí”. A pesar de la derrota infligida “por el dinero y el voto étnico” en palabras de Jacques Parizeau, primer ministro de la provincia de Quebec en 1995, los nacionalistas ya amagaban con un tercer referendo con el discurrir del tiempo, dado el escaso margen de su derrota. En tal sentido, para contrarrestar la tormenta que se avecinaba, el gobierno canadiense preguntó al Alto Tribunal:

  1. ¿Puede la Asamblea Nacional, la legislatura o el Gobierno de Quebec, en virtud de la Constitución de Canadá, proceder unilateralmente a la secesión de Quebec de Canadá?
  2. ¿Tiene la Asamblea Nacional, la legislatura o el Gobierno de Quebec el derecho, en virtud del derecho internacional, de secesión unilateral de Quebec de Canadá? A este respecto, en virtud del derecho internacional, ¿existe un derecho a la autodeterminación que otorgue a la Asamblea Nacional, a la legislatura o al Gobierno de Quebec el derecho a secesión unilateral de Quebec de Canadá?
  3. ¿Cuál de las leyes nacionales o internacionales prevalecerían en Canadá en caso de conflicto entre ellas sobre el derecho de la Asamblea Nacional, la legislatura o el Gobierno de Quebec a secesión unilateral de Quebec de Canadá?

El Tribunal Supremo de Canadá empezó muy acertadamente su análisis recordando que: “Los derechos democráticos basados ​​en la Constitución no pueden disociarse de las obligaciones constitucionales”. Lo opuesto también es cierto: si hubiera una mayoría clara de ciudadanos quebequeses que no quisieran formar parte de Canadá, siempre y cuando se respetaran los derechos de las minorías, las demás provincias y el gobierno federal tendrían que respetar dicha voluntad separatista, dijo el Supremo canadiense. Por añadidura, el TS estipuló que la definición de lo que constituía una pregunta clara y una respuesta clara, así como los mecanismos de negociación que hubiese que definir después, correspondería al sentir político del gobierno federal.

En cuanto a la segunda pregunta, el Alto Tribunal de Canadá recordó que el derecho a la autodeterminación de los pueblos según el derecho internacional se reservaba a los pueblos colonizados y sojuzgados mientras que, en los demás supuestos, “los pueblos […] alcanzan […] la autodeterminación en el marco del Estado existente al que pertenecen”, mediante su participación política en los procesos periódicos electorales. Por ende, no existe un derecho de autodeterminación unilateral, aunque dice el TS que: “el éxito final de tal secesión dependería de su reconocimiento por parte de la comunidad internacional, la cual, al decidir si otorga tal reconocimiento, probablemente tomaría en consideración la legalidad y legitimidad de la secesión, particularmente con respecto a la conducta de Quebec y Canadá.”

Con fundamento a las respuestas del Tribunal, el gobierno federal canadiense promulgó poco después la llamada Ley de Claridad (Bill C-20), que se resume de la siguiente manera:

  • El Parlamento federal canadiense se adjudica la decisión y determinación sobre si el enunciado de una pregunta formulada durante un hipotético proceso de secesión tiene la claridad suficiente antes de ser sometida a votación, así como determina qué constituye una mayoría clara para aceptarse;
  • La independencia no podría ser aprobada de manera unilateral, sino que sus condiciones deberían ser negociadas por todos;
  • Como todo Canadá se vería afectado por la separación de una provincia, todas las provincias canadienses y representantes de las minorías deberían ser consultadas en las negociaciones.
  • Las provincias canadienses carecen de facultades para separarse de Canadá unilateralmente y que, por tanto, la separación de cualquier provincia haría preciso modificar la Constitución de Canadá y tener en cuenta la opinión de todos.

Como respuesta al gobierno federal, el gobierno de Quebec promulgó la ley 99 la cual mediante su artículo 13 establece el derecho de autodeterminación de Quebec, afirmando con solemnidad: “Ningún parlamento o gobierno puede reducir los poderes, la autoridad, la soberanía o la legitimidad de la Asamblea Nacional, o imponer restricciones sobre la voluntad democrática del pueblo quebequense de determinar su propio futuro”. Sin embargo, esta ley tiene más de berrinche que otra cosa dado que, como ya recordamos anteriormente, invocando el principio de jerarquía normativa se podría invalidar la misma. También conviene recordarse el derecho que posee el gobierno federal de derogar cualquier ley provincial que contravenga al buen funcionamiento de la federación, prerrogativa que lleva en desuso desde 1910, pero sigue vigente constitucionalmente.

El resultado más evidente de la Ley de Claridad promulgada ha sido que el independentismo quebequés ha quedado relegado a la nada 23 años después, dado que el voto separatista se ha desinflado por completo. Los últimos sondeos recientes otorgaban menos de un 30% favorable a la independencia.

¿Un mismo camino?

Si, por una parte, el gobierno canadiense admitió la posibilidad que una parte importante de sus contribuyentes decidiera no quedarse en el país y legisló para ello, al hacerlo, reconoció implícitamente un derecho a la separación. Por otra parte, este planteamiento político y judicial choca frontalmente en España con lo dispuesto por el artículo 1.2 de la CE de 1978, que establece que “la soberanía reside en el pueblo español, del que proceden todos los poderes del Estado”. En pura lógica, si la soberanía nacional reside en el pueblo español, éste siendo también formado por ciudadanos catalanes, el referéndum secesionista en Cataluña debe ser extendido al conjunto del pueblo español, porque una parte no puede decidir por un conjunto. Asimismo, la ley de claridad canadiense en su artículo 1.5 dice que se tendrán “todas las opiniones en cuenta”; dado que la separación de una provincia supone una alteración importantísima a una Constitución, todos deberán negociar para la separación, abriéndose un proceso constituyente ex novo. La misma lógica tiene que ser de aplicación en España.

En Cataluña los secesionistas promulgaron una ley de referéndum “cocinada” a su favor con carencias democráticas importantes que iban desde no contemplar mínimos de participación ciudadana ni tampoco definir qué mayoría sería necesaria para promulgar la victoria secesionista: lo importante, no era la calidad ni las garantías del resultado, sino el resultado per se, siendo éste la legitimación de sus planteamientos políticos.

En tal sentido, y a la luz canadiense, si Cataluña quiere arrogarse el derecho de organizar referendos, no tiene más remedio que negociar su celebración al amparo de la Constitución Española existente, porque, como dijera el Alto Tribunal canadiense, “Los derechos democráticos basados ​​en la Constitución no pueden disociarse de las obligaciones constitucionales”. No es de recibo intentar forzar políticamente una situación en la que jurídicamente no se tiene razón.

En tal sentido, el camino español no difiere en absoluto del planteamiento constitucional canadiense, aunque con matices. En opinión del que esto escribe, el ordenamiento constitucional español salvaguarda derechos individuales y libertades de manera más eficiente que el modelo canadiense.

Notas:

[1] El Gobierno de Quebec ha anunciado su propuesta de llegar a un nuevo acuerdo con el resto de Canadá basado en el principio de la igualdad de los pueblos. Este acuerdo le permitiría a Quebec adquirir el poder exclusivo para aprobar sus leyes, recaudar sus impuestos y establecer sus relaciones externas, lo que es la soberanía, y, al mismo tiempo, mantener con Canadá una asociación económica que comprenda el uso de la misma moneda. No se realizará ningún cambio en el estado político resultante de estas negociaciones sin el consentimiento del pueblo en otro referéndum. Por lo tanto, ¿le da al gobierno de Quebec el mandato de negociar el acuerdo propuesto entre Quebec y Canadá?

Gonzalo Arriaga Rey es Doctor en Ciencias Políticas, Abogado e Historiador hispano-canadiense

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