Nos guste o no reconocerlo, tenemos una Constitución machista que prima a los varones en la línea sucesoria al trono en detrimento de las mujeres. Un texto legal que en su artículo 57 parece más propio de un país de la Edad Media que del siglo XXI. La solución para corregir ese anacronismo pasa por una reforma de la Carta Magna que ningún partido político parece querer abordar en la actualidad. Otra alternativa para corregir el defecto legal, según algunos expertos, sería acudir al Tribunal Constitucional e instarle a que dicte jurisprudencia haciendo prevalecer el derecho a la igualdad (en este caso a la igualdad de sexos) por encima incluso de los aspectos que regulan el funcionamiento de la Corona.

Existen diferentes opciones para enmendar una distorsión que consagra una flagrante desigualdad de género en la ley principal de nuestro ordenamiento jurídico pero parece que al Estado español no le interesa subsanarla pese a que puede provocarnos graves problemas y conflictos en el futuro y a que coloca a nuestra Constitución entre las más retrógradas de Europa, ya que el sistema sucesorio que privilegia al primogénito varón como heredero a la Jefatura del Estado solo se emplea ya en dos monarquías europeas: Mónaco y Liechtenstein.

En efecto, según el artículo 57 de la Constitución Española “la sucesión en el trono seguirá el orden regular de primogenitura y representación, siendo preferida siempre la línea anterior a las posteriores; en la misma línea, el grado más próximo al más remoto; en el mismo grado, el varón a la mujer, y en el mismo sexo, la persona de más edad a la de menos”. Tal redacción choca de lleno con uno de los pilares sagrados de la Carta Magna: el artículo 14 que garantiza la igualdad de los españoles ante la ley “sin que pueda prevalecer discriminación por razón de nacimiento, raza, sexo, religión u opinión”.

Solo José Luis Rodríguez Zapatero, en el año 2004, se mostró dispuesto a abrir el melón de la reforma constitucional, no solo en lo referente a la línea sucesoria, sino también a la reforma del Senado, el modelo territorial y la integración de la Constitución Europea en nuestro ordenamiento jurídico. La maquinaria para corregir el histórico “error sálico” parecía ponerse en marcha por fin, e incluso el Consejo de Estado elaboró un informe a favor. Pero la cosa quedó ahí cuando la reina Letizia dio a luz a su segunda hija, Sofía de Borbón, en 2007. En ese momento la suerte quiso que el bebé fuera una niña porque de haber sido un varón la polémica hubiera llegado hasta nuestros días. La infanta Leonor habría quedado privada de sus derechos por ser mujer en una página de nuestra historia que habría resultado vergonzante para un país que se supone democrático y avanzado. Finalmente el destino siempre caprichoso jugó a favor de la concepción patriarcal de la Constitución y la necesaria reforma volvió a guardarse en un cajón. Allí debe seguir años después.

Sea como fuere, lo cierto es que a fecha de hoy la legítima sucesora al trono, la infanta Leonor −princesa de Asturias−, aún no tiene garantizado que pueda reinar algún día. De hecho, si en los próximos años los reyes tienen un descendiente varón quedaría desplazada automáticamente. Pero el embrollo sucesorio por no haber abordado antes la reforma constitucional puede llevarnos a situaciones aún más absurdas. Por ejemplo, en el supuesto de que Leonor y su hermana Sofía decidieran renunciar a la responsabilidad del reinado se abriría una incierta sucesión dominada por las carambolas genealógicas que podría terminar dando el trono de España a Felipe Juan Froilán de Todos los Santos de Marichalar y Borbón, primogénito de la infanta Elena, hermana del rey. La simple idea de que pueda reinar algún día un muchacho que ha sido capaz de pegarse un tiro en el pie −aunque sea de forma accidental−, y de cosechar un expediente académico cuajado de malas notas y rebeldías propias de un enfant terrible debería hacer reflexionar a los partidos políticos sobre un asunto tan trascendental como es el de la persona más idónea para ostentar la jefatura del Estado. No parece digno de un país serio que la magistratura más alta del poder quede en manos de alguien que se beneficia de un rebote dinástico, como en los años medievales. Conviene no olvidar que el vacío de poder en una monarquía puede llevar a una disputa dinástica entre familias, como ocurrió por ejemplo en la Guerra de Sucesión (1701-1713), un conflicto que el país pagó durante siglos. Es por ello que muchos expertos reclaman que tras culminarse la reforma de la Constitución se tramite una Ley de la Corona que regule y aclare de forma exhaustiva no solo la igualdad de derechos a la sucesión sino el funcionamiento y atribuciones de la Casa Real, sus incompatibilidades, retribuciones, inviolabilidades, responsabilidades penales y las posibles regencias en caso de minoría de edad del rey o la reina.

El problema que se plantea ahora es que cualquier reforma que afecte al núcleo duro de la Constitución (ordenamiento del Estado, derechos fundamentales o la Corona) debe hacerse mediante el conocido como “procedimiento agravado”: aprobación por una mayoría de dos tercios en Congreso y Senado, disolución de las Cortes y celebración de elecciones para que el nuevo Gobierno tramite la propuesta con mayoría absoluta en ambas cámaras. Finalmente la reforma debe ser sometida a referéndum para su ratificación por los españoles. Una misión que se antoja casi imposible por la situación de bloqueo que vive el país, donde nadie es capaz de llegar a acuerdos de Estado con nadie.

A falta de un referéndum sobre monarquía o república −que por desgracia parece lejano pero que sería lo más lógico en pleno siglo XXI para que sean los españoles quienes elijan libremente el régimen político que quieren otorgarse−, sería deseable desarrollar al menos una ley orgánica sobre derechos y obligaciones de la Corona que quizá nos habría evitado episodios de infausto recuerdo como el escándalo Urdangarin o el caso Corinna. Pero para eso los españoles deberíamos ser un país serio. Y no gente que lo deja todo para el final.

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