Entre las batallas políticas, o micropolíticas, que nos deja la reciente historia de España, existe una que con el paso del tiempo parece quedar en el olvido, parece como una ensoñación y que realmente jamás se llegó a producir, pero sin embargo fue de las más crueles (o cañeras por utilizar una terminología más actual) que se recuerdan. Una pelea entre el escritor Jorge Semprún y Alfonso Guerra debía tener como arma, más allá de las declaraciones a los medios de comunicación, la literatura cuando menos. Semprún disparó con crudeza y mucha mala leche al centro de la figura que Guerra se había construido de sí mismo. Pues el otrora temible vicesecretario general del PSOE es un hombre hecho a sí mismo, tanto que se creó un mito sobre su figura política, ese mismo mito que el intelectual hispano-francés ayudó a demoler con el mazo de las letras.

Con brevedad cabe recordar que Semprún fue un intelectual de cuna burguesa, de los Maura de toda la vida, que luchó en la Resistencia, fue hecho preso por las SS y sobrevivió al campo de exterminio de Buchenwald. Por si eso fuese poco, afiliado al PCE del exilio, sirvió desde 1953 a 1963 de enlace entre el exilio y el interior. Bajo su identidad de Federico Sánchez ayudó a la oposición clandestina del PCE en su lucha contra la dictadura hasta que fue expulsado del partido (o el Partido como él mismo escribiría describiendo el componente carismático) junto a Fernando Claudín por revisionistas dos minutos antes de que Santiago Carrillo abjurase de las directrices soviéticas para unirse al Eurocomunismo y poner la bandera de España en la sede central madrileña nada más ser legalizado. Hizo incluso más de lo que pedían Semprún y Claudín, pero tendría su respuesta con la novela, ganadora del Premio Planeta, “Autobiografía de Federico Sánchez”. Nominado al Oscar en dos ocasiones como mejor guionista por “La guerra ha terminado” de Alain Resnais y “Z” de Costa-Gavras, Felipe González decidió que sería un buen ministro de Cultura en España, más cuando era una personalidad en el ámbito europeo de la Cultura y el país se había incorporado a la CEE apenas dos años antes.

Desde luego, la intención de González no era poner a un intelectual para molestar a Guerra dentro del Gobierno sino a una persona con capacidad y cultura probada, aunque seguramente no sospechaba que, en ciertos temas que decía controlar el vicepresidente, habría algún que otro choque. Y lo hubo terrible y enconado por el “caso Juan Guerra”. Ante la mínima sospecha de que alguien hablase de su “henmano” el vicesecretario general del PSOE había lanzado a sus redes de informantes por todo el partido para frenar críticas. Quería que todo el partido le apoyase sin rechistar pues bastante tenía con aguantar a los renovadores que ya empezaban a asomar la cabeza desde Madrid. Semprún, utilizando un pensamiento ético y racional, no se contuvo y criticó lo que ocurría con el despacho del vicepresidente que utilizaba su hermano para sus negocios. Un hermano que había estado a sueldo del partido como asistente del vicesecretario general hay que recordar. Semprún pisó el callo a Guerra y éste no se lo perdonó. Día sí, día también alimentaba las críticas a una gestión bastante buena, todo sea dicho. Como González no quería problemas acabó por quitar a Semprún en 1991 poco después de ser relevado Guerra como vicepresidente.

Con toda la vida hecha, con un gran prestigio como escritor e intelectual en España, Francia y Alemania, Semprún volvió a sus quehaceres pero se la guardó a Guerra. Masticó la venganza de forma sibilina y publicó “Federico Sánchez se despide de ustedes”, ensayo memorístico donde desgranó con fineza la figura impostada del vicepresidente del Gobierno. Reconoció que el juego de los gemelos (uno bueno y otro malo) funcionaba a la perfección por el reparto de funciones: “Guerra poseía el control, si no sobre las grandes opciones de estrategia política, que pertenecían a Felipe González, al menos sobre la ejecución y articulación en el día a día de aquéllas. Sobre la realidad gris o brillante del poder, de hecho: listas electorales, prebendas y privilegios, puestos claves de la Administración civil. […] el reparto de poder y la división de trabajo entre ellos era la clave del sistema hegemónico que funcionaba, por la voluntad mayoritaria de los electores, para terminar de consolidar la democracia española” (pp. 56 y 57). Lo que el asesinado por ETA Ernest Lluch catalogó como la “santísima dualidad”. Pero tras reconocer mérito, se lanzó al cuello de Guerra.

No actuó sobre el poder casi total que se le asignaba, pues sólo lo tuvo como fiel intérprete de los deseos de González ya que cuando se le opuso cayó; no hizo sangre con los tejemanejes internos del partido, pues bastante conocía el funcionamiento interno Semprún; bien al contrario de lo que era habitual entre los periodistas, se lanzó a por la propia imagen de hombre capaz e intelectual que transita por la política sin darse importancia. No tuvo que recurrir a la defensa que hacía a finales de los años 1970s de la Dictadura del Proletariado, Guerra ya estaba en la sociedad postindustrial de los Encuentros de Jávea por esos años, pero sí que desmontó su imagen de intelectual que sabe más que nadie. Como ningún otro se ha atrevido, Semprún hace una descripción de Guerra, cual cardenal en su despacho, con libros siempre entreabiertos de Tusquets dando la imagen de estar absorto en sus lecturas trascendentales: “Pero no utilizaba sólo documentos a guisa de accesorios para sus escenificaciones del viernes por la mañana. También libros. Incluso cuando hacía como si estudiara algún dossier, Guerra colocaba ostensiblemente en el brazo de la butaca un libro abierto y vuelto al revés, de manera que pudiera leerse el título. Nunca era una obra de ficción”. Desgranó con fiereza esa estética de Guerra (y el guerrismo se podría añadir) de parecer más de lo que se es. Alguien que llegó al socialismo por Antonio Machado y sus palabras sobre Pablo Iglesias en un mundo universitario contracultural, marxista (en sus diferentes variantes) tiene que ser un verdadero esteta como reflejó Semprún.

Curioso que se les escapase a Semprún, estaba a otras cosas más interesantes en esa época, el pequeño plagio que hizo Guerra de Louis Althusser sobre teoría y práctica en su muy afamado, porque él mismo se encargó de que fuese afamado recordándolo o incidiendo en ello a sus hagiógrafos, artículo “Los enfoques de la praxis”. Toda vez que Semprún siempre ha peleado con Althusser en sus libros, nada mejor que haberlo hecho por persona interpuesta en la figura del ex-vicesecretario general. El novelista disfrutaba más bajando del pedestal a Guerra y situándolo como un intelectual de café que mucho habla y poco escribe. Lo tezanesco de sus intervenciones más intelectuales fascinaba a Semprún, pero aquellos comentarios de Guerra que narraba que hacía el amor frente al mar mientras escuchaba a Mahler y después se ponía a leer a Kavafis dejaron de piedra al intelectual madrileño. “Era todo tan impostado que no podía ser real” llegó a afirmar.

Guerra gustaba de aparentar ser algo más de lo que era: un hombre de poder. Y en

 

 

 

eso, como hemos visto, Semprún lo valoraba hasta el momento en que la democracia del debate desaparecía y la corrupción entraba por la puerta. No ha soportado, incluso él mismo se ha flagelado por algunos momentos que era así, el dogmatismo Semprùn, por lo que Guerra no podía caerle bien. De ahí que se divirtiese cuando le recordaban que Guerra había otorgado el lema Socialismo o Barbarie a la “derecha reaccionaria” cuando cualquiera sabe que es de Rosa Luxemburgo. Un centenar de páginas le valieron a Semprún para acabar con la figura de Guerra y vengarse de las críticas que el órgano supremo del guerrismo “El socialismo del futuro”, revista que aceptaba el neoliberalismo, le lanzó. Por suerte no dependía de Guerra para ser reconocido como un escritor de categoría con obras que quedarán para la posteridad. El paso del tiempo engrandece la figura de Semprún y empequeñece la de Guerra en una suerte de venganza. Mientras el primero deja su producción intelectual (especialmente la dedicada al recuerdo del exterminio), el segundo será recordado como un político que salió por la puerta de atrás. De hecho Guerra es hoy situado a la derecha incluso por los propios socialdemócratas. De defender la dictadura del proletariado, el humanismo y lo que se le ocurriese en el momento a ser monárquico, defensor del sistema económico y poco más. Siempre le quedará Kavafis porque a Semprún seguro no lo volvió a leer.

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