Mujer asesinada

La violencia contra las mujeres constituye una flagrante transgresión de los derechos reconocidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Es una violación del derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de la persona; del derecho a no ser sometidas a torturas ni a tratos crueles, inhumanos o degradantes; de la igualdad ante la ley y el derecho a igual protección ante la ley; del derecho a circular libremente; de la libertad de reunión y expresión; del derecho a la identidad por su sometimiento al hombre y a la distorsión como ser humano; del derecho al afecto, ya que la violencia es la antítesis a éste; del derecho de protección, tanto por parte de los Estados como de la propia sociedad al invisibilizar el problema; del derecho al desarrollo personal; del derecho a la salud. La Asamblea General de las Naciones Unidas acordó que los derechos humanos de las mujeres no se limitan sólo actos cometidos o amparados por los gobiernos sino que éstos tienen responsabilidad social y política por los cometidos por terceros si no se han tomado las medidas necesarias para prevenir, investigar y castigar los actos de violencia. De acuerdo con este criterio el Estado pasaría a ser cómplice de los hechos cuando no ofrece a las mujeres la protección necesaria frente a la violación de sus derechos, así como por actuar en forma discriminatoria al no prevenir y castigar los actos de violencia de género, negando a las mujeres la protección de la ley en condiciones de igualdad. De igual manera, la incapacidad del Estado para poner fin a las condiciones sociales, económicas y culturales que hacen vulnerables a las mujeres ante la violencia de género determina que sea responsable de ésta, puesto que debe contribuir activamente a erradicar las injusticias y desigualdades que se manifiestan en las relaciones de género.

 

El perfil del maltratador

Hablemos de los criminales. No hay un perfil genérico del maltratador. No se puede generalizar sobre si todos son alcohólicos, con baja cualificación académica, con bajos ingresos económicos, perteneciente a tal o cual religión o etnia, o si son enfermos mentales. Lo que sí les une es una cosa: el machismo, el estar convencidos de la superioridad del hombre sobre la mujer. Una de las características que también es común es la baja autoestima o la falta de seguridad en sí mismos, lo que se transforma en agresividad. Esa baja autoestima también repercute en comportamientos impulsivos y en una inestabilidad emocional que deriva en violencia. De la falta de seguridad se desprenden los celos y los comportamientos posesivos asociados a su mentalidad machista: vigilancia de sus parejas/esposas, seguimiento continuado, interrogatorios tanto a ellas como a los hijos o el control constante a través de llamadas telefónicas para comprobar que la mujer está en casa o en el lugar donde el maltratador cree que tiene que estar. «Nunca me dejó tener teléfono móvil. Me seguía incluso cuando tendría que estar currando y en más de una ocasión en que estaba hablando con un vecino o con algún conocido aparecía él con esa cara de sorpresa como queriendo decir “¡Qué casualidad!” Cuando eso pasaba sabía que en cuanto llegara a casa habría discusión o algo más. Controlaba todo lo que hacía y como yo lo sabía tenía el miedo de hacer cualquier cosa o de hablar con cualquiera que se saliera de lo normal». Pero también son en exceso manipuladores tanto respecto a la mujer como al exterior. De esto nos habla una víctima: «Fuera de casa era un defensor de la libertad de la mujer y de la igualdad pero en cuanto pasaba la puerta de casa se transformaba en un ser intolerante con cualquier cosa que yo quisiera hacer sin él». Esa manipulación también la aplican al exterior porque, en multitud de ocasiones, la gente ve al maltratador como la persona más normal del mundo y es a la víctima a la que ven como una mujer nerviosa o desequilibrada. Este hecho se traduce, en ocasiones, en que en el momento en que se pone una denuncia se llegue a creer más al maltratador que a su víctima. La baja autoestima también es la causa del uso de la violencia como un modo de autoafirmación de su autoridad.

¿Hay más maltratadores ahora que hace 20 o 30 años? Posiblemente no, lo que ocurre es que a medida que el número de hombres que cree firmemente en la igualdad de género crece, se produce una reacción por parte de aquéllos como fórmula de reafirmación de unos valores que están en decadencia por mucho que nos parezca que no. Sin embargo, aunque cada vez sean menos, son todavía demasiados y esa reacción suele terminar con la violencia y el asesinato de mujeres inocentes. De ahí que intenten minar la lucha por la igualdad o contra los feminicidios con bulos como las denuncias falsas o que la violencia de género se produce también de la mujer contra el hombre. Hay que recordar que la violencia de la mujer hacia el hombre sólo supone el 1% del total del problema y que, según datos judiciales, las denuncias falsas sólo suponen un 0,01% del total.

Esta reacción machista se reafirma con los comentarios de ciertos líderes religiosos con todo el peso moral que pueden tener sus palabras. No nos referimos sólo a ciertos obispos católicos sino también a las iglesias evangélicas, a los ortodoxos judíos o a ciertos imanes. Todos ellos hacen una interpretación de sus religiones en las que la mujer no es más que un apéndice del hombre y, como tal, deben estar sometidas a él. Y esto no ayuda.

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