Era un secreto a voces que nadie quería creer, un rumor que se extendía desde el mismo día en que Pedro Sánchez ganó las primarias. Sin embargo, la ilusión de unir al PSOE tras una de las peores crisis de su historia ha durado el tiempo en que el nuevo líder ha querido mantener la mascarada.

Salvo en el acto inaugural, Pedro Sánchez estuvo desaparecido durante toda la primera jornada del Congreso socialista. Mantuvo reuniones a lo largo de todo el día en la 4ª planta para, en principio, negociar la nueva dirección con los líderes autonómicos. Todo parecía indicar que la integración prometida por el propio Sánchez tras su avasalladora victoria en las primarias iba a ser un hecho y que los rumores sobre que iba a aprovechar el Congreso para pasar las facturas que quedaron pendientes en el mes en octubre eran infundados. Nada más lejos de la realidad. Uno de los principales objetivos de Sánchez para este Congreso Federal era poder llevar a cabo lo que no pudo hacer tras el fracaso socialista en las elecciones de Euskadi y Galicia y que fueron el desencadenante de la crisis posterior.

Cuando recibió a los líderes que en las primarias apoyaron a otros candidatos, sobre todo a Díaz, no hubo pie a la negociación. Sánchez junto a Ábalos y Lastra les presentaron un listado de nombres de sus federaciones que no les eran afines. Así ocurrió con Susana Díaz quien, viendo el percal, le dio vía libre para que metiera en la dirección a quien le diera la gana.

La consigna de los «barones» que se opusieron a Sánchez era muy clara: no plantear batalla, no enfrentarse directamente ni presentar frentes de oposición más allá de la defensa de las enmiendas al programa marco. Ellos tenían que ser los primeros en dar ejemplo de que había que buscar la unidad y la integración de todo el socialismo. Sin embargo, Sánchez no lo ha entendido así. No quiere a nadie, absolutamente a nadie, que se le pueda oponer. Sólo quiere fieles y adictos al sanchismo. Quiere el control absoluto del partido sin dejar posibilidad alguna a la discrepancia interna. La única voz válida es la suya, tal y como ya afirmó cuando fue secretario general antes de su dimisión, y el que no lo entienda ya sabe dónde está la puerta.

La dirección que ha diseñado Pedro Sánchez va en ese sentido. Sólo hay integración en el caso de Patxi López. Ni un solo dirigente del susanismo. Nadie. 48 pedristas y el ex lehendakari. Todo el poder en manos de una sola persona. Todo el Partido Socialista en sus manos. Esta dirección ha sido avalada en el día de hoy por el 88% de los delegados.

Díaz abandonó el Palacio Municipal de Congresos de Madrid con los ojos llorosos y con la decepción en su voz, la decepción de quien ha sido fiel a sus palabras y se ha mantenido al margen respetando la voluntad de la militancia, las lágrimas de quien está viendo cómo se habla de unidad y de cerrar heridas pero que los hechos demuestran que no es así. Este Congreso se podía haber convertido en una lucha fratricida pero la generosidad de los perdedores hizo que se aceptara que el número de los delegados fuera proporcional al resultado de las primarias. Se esperaba la generosidad del vencedor para, precisamente, lograr esa unidad con énfasis reclamó Gianni Pittela. Unidad y lealtad al secretario general, lealtad que Sánchez ha roto tras no aplicar la generosidad de crear una dirección con los mismos porcentajes de las primarias, de la voz de los militantes, esa voz de la que tanto ha alardeado el secretario general pero que no ha respetado.

El PSOE saldrá de este Congreso con un líder fuerte, con una militancia entregada a él, pero como un partido cuyas heridas no se cerrarán porque vuelve a las decisiones autoritarias del pasado, autoritarismo que no quita un ápice de la legitimidad de Pedro Sánchez pero que sí demuestra que su capacidad para liderar una organización como el Partido Socialista Obrero Español es nula.

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