Pasan las semanas y cada vez el hastío va haciendo presa de los españoles. Miran hacia la clase política que han elegido y no pueden más que expresar un gesto de indiferencia, de perplejidad o directamente de asco. Más allá de las redes sociales, donde habitan de verdad las personas, la ciudadanía que trabaja, que está precarizada o, incluso se encuentra de vacaciones (lo que no implica disfrutar de las mismas), mira absorta a una clase política que anda a lo que Juan Manuel de Prada, con acierto burlón, califica de demogresca. Y en ese instante en que, dejando por un instante a un lado su vida normal, se fija en la política, acaba preguntándose, sin importa la clase social, ¿nos merecemos esta clase política? Evidentemente no.

Parece que “toda” la clase política quisiera nuevas elecciones generales para ver si lo suyo, lo del partido, lo del candidato, se arregla ya que la última vez no salió alguno muy contento. Se piensan que activar la elección de representantes, eso que llaman los liberales democracia representativa, o convocar a la soberanía popular cuando el deseo (eso que todo lo llena pero no acaba procurando felicidad) se lo pida es actuar con sentido común. Esta clase política actual, como ya hemos visto en anteriores ocasiones, piensan en las elecciones como un simple mecanismo. En sus mentes líquidas, en sus pensamientos funcionalistas, ven la convocatoria como algo que está ahí sin más, como un teléfono, o el coche y que se puede utilizar sin más. Piensan en las elecciones como una función que existe en el sistema político, la cual carece de transmisión de valores (por no hablar de los gastos) o simbolismo. Para esta clase política depositar el voto en la urna es como sacar una entrada en el cine.

No piensan que, por su cabezonería en no acordar (da igual quienes sean los no partícipes), por poner delante sus deseos personales, sus voliciones, sus ambiciones, están deteriorando todo el sistema democrático. No es que sea una democracia perfecta (Robert Dahl la llamaba poliarquía), pero de ahí a pensar que todo da igual hay un trecho por el que: se lamina la voluntad popular, ya que se dice directamente a la ciudadanía que no sabe votar, cuando lo que pasa es que no saben actuar como políticos; se dejan por el camino los valores decisivos que sostienen lo democrático, como es el respeto al diferente, la consideración del otro como adversario y no como enemigo, el diálogo o debate como base de todo lo demás (recuérdese que en la Asamblea ateniense lo principal era la palabra); se vislumbra algo que muchas veces parece que está oculto, la consideración a los políticos como clase política, con todo el elitismo, separación de la realidad y oligarquía que ello significa; y lo que es peor de todo, se transmite a la sociedad que realmente los problemas de la mayoría no importan.

Da igual que sea Pablo Iglesias el que pida cargos; da igual que sea Pedro Sánchez plegándose a los deseos de la clase dominante; da igual que sea Albert Rivera buscando una escisión social donde meter el dedo; da igual que sea Pablo Casado pactando con Vox, da igual lo que están haciendo porque la verdad es que la ciudadanía acaba pensando que son como unos adolescentes malcriados a los que habría que dar un par de azotes. Tienen suerte de que no les pueden cambiar así como así al estar en una partitocracia, pero más de una y más de dos si pudiesen tacharían nombres. Y lo curioso, como reza el titular, es que parece que se camina hacia nuevas elecciones y todo tan felices. Les da igual aparecer como una manada de chisgarabises, de mendaces, de incapaces, de inanes, son felices porque saben que en las siguientes elecciones volverán a salir elegidos, con mayor o menor fortuna, pero en su mayoría serán los mismos. Y si los dados no salen como se quiere, nueva tirada. Luego dirán que por qué aparecen partidos y movimiento autoritarios raros, por una clase política como la actual.

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