Volvamos por un momento a 1995. Eduardo Zaplana ha ganado las elecciones por mayoría simple, asentando los pilares básicos del nuevo régimen popular: control total de los medios de comunicación, sobre todo de la televisión autonómica valenciana (Canal 9) convertida en auténtico nido de enchufados, despilfarros, abusos y estómagos agradecidos; falta de transparencia en la Generalitat y ocultamiento de los contratos públicos firmados con empresas privadas; usurpación de las cajas de ahorro como fuente inagotable de financiación para los proyectos emblemáticos que se acometen; y promoción con fondos estatales de todas aquellas entidades, asociaciones de vecinos y oenegés simpatizantes con el partido. Un caldo de cultivo ideal para que puedan trabajar a placer, y con entera impunidad, los empresarios acólitos del poder.

La carrera política de Zaplana está a punto de irse al traste cuando su voz aparece registrada en la grabación policial del «caso Naseiro», una comprometedora conversación telefónica con el concejal Salvador Palop en la que se habla de manipular votos para una recalificación urbanística.

El Tribunal Supremo anula las escuchas por defecto de forma, no porque no haya delito, pero el escándalo, lejos de hundirlo, a Zaplana lo hace más fuerte. A partir de ese momento debió pensar en la Comunidad Valenciana como en una especie de chatarrería a explotar, no en vano su padre, oficial de la Armada, había hecho dinero con el desguace de barcos. Y así es como, dos décadas después, ha quedado la región entera, como un inmenso Titanic herrumbroso, hundido, desguazado. “Nos hicieron soñar a los valencianos, y lo digo en primera persona, también a mí me hicieron soñar. El mensaje de que Valencia era lo mejor del mundo caló hondo en la sociedad y el que osaba levantar la voz se convertía en enemigo de los valencianos. Hubo un plan premeditado para saquearlo todo, aunque lamentablemente no tenemos la agenda, la hoja de ruta”, asegura a Diario16 Sergi Castillo, autor del libro Tierra de saqueo.

Pero el plan a largo plazo no hubiera sido posible sin la participación de un grupo de nobles familias y empresarios (algunos insignes, otros no tanto) procedentes de los más diversos sectores que fueron tocados por la varita mágica del poder: Francisco Correa, Álvaro Pérez El Bigotes, Pablo Crespo, Enrique Ortiz, los Cotino… La lista de este “capitalismo de amiguetes” es larga y bien conocida. Todos ellos están siendo investigados por aprovecharse de sus contactos en las más altas esferas para conseguir adjudicaciones de contratos, recalificaciones de terreno y negocios de todo tipo a cambio de regalos, prebendas, viajes, monterías y mordidas. “Las comisiones que se llevaban podían ser del tres por ciento, pero en algunos momentos, como en el caso Emarsa, podían llegar hasta el diez por ciento”, asegura Castillo.

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