Fue un homenaje breve, austero, contenido. El histórico momento de tensión que se vive entre Cataluña y el Estado español no daba para más. Primero fueron los familiares de las víctimas mortales quienes depositaron sus ofrendas en memoria de los 16 fallecidos y más de 130 heridos en el vil y sanguinario atentado cometido hace un año. Después llegó el momento de los políticos, que asumieron su papel de actores secundarios de la película y colocaron ramos de flores en los altares improvisados sobre el mosaico icónico de Miró. Entre ellos había representantes de la Generalitat de Cataluña y de la Administración central. Resultaba evidente que entre unos y otros no podía haber unidad sino recelo, desconfianza, quizá enemistad y hasta algo de rencor. Mezclados entre los políticos de uno y otro bando estaban Felipe VI y doña Letizia, así como el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. Quim Torra, frío como un témpano, miró a los monarcas con desagrado y desdén, como si tuviera ante sí a dos marcianos llegados del espacio exterior, pero todo fue comedido e institucional, perfectamente guionizado para que nadie tuviera la tentación de sacar los pies del tiesto. El acto solemne transcurrió con respeto por ambas partes mientras los familiares de los asesinados lloraban desconsoladamente. Ni una palabra más alta que la otra. Nada de política, nada de banderas, símbolos, ni declaraciones patrióticas. Era la hora de que las familias y las víctimas vivieran su dolor en paz e intimidad.

No obstante, hubo pequeños incidentes aislados. Pocos si se tiene en cuenta la gravísima situación de ruptura institucional que se vive entre Madrid y Barcelona. A primera hora de la mañana unos activistas colgaron una pancarta en inglés en la que se rechazaba la participación de los reyes de España en los actos de homenaje. “Cataluña no tiene rey”. También se registraron vítores y aplausos a los monarcas, que fueron contestados con tímidos pitos, silbidos y algún que otro grito fuera de tono. Nada que objetar: desde el punto de vista jurídico los actos de protesta pacíficos de la ciudadanía forman parte del derecho a la libertad de expresión y no pueden ni deben ser perseguidos. Sentencias del Tribunal Constitucional lo avalan.

Cuestión aparte es que, desde el punto de vista estético, los elementos más radicales del independentismo catalán sigan sin saber diferenciar entre lo que es el ejercicio legítimo de las ideas políticas y lo que es una elemental cuestión de ética y humanidad, que a fin de cuentas era de lo que se trataba honrando la memoria de las víctimas. Felipe VI y Doña Letizia están obligados a soportar desplantes y abucheos allá donde vayan. Va con el cargo, como representantes de una institución política que son, y además es el precio que tienen que pagar por el desgaste brutal que ha sufrido la Casa Real tras los últimos casos de corrupción. No obstante, a nadie se le escapa que los activistas de los Comités de Defensa de la República y los militantes de Òmnium Cultural y la Asamblea Nacional Catalana han dado al resto del mundo una imagen deplorable al descolgar esa pancarta que no venía a cuento y que no ayudará precisamente a recabar simpatías en el extranjero en eso que se ha dado en llamar la “internacionalización del conflicto”. Fue un error de bulto. No era el momento de protestar, ni de renegar del maldito y charnego español, ni de poner a un señor con corona cabeza abajo, sino de estar con la gente que ha sufrido en sus carnes el zarpazo terrorista. ¿Podrán comprender algún día los chicos de la CUP que por encima de la República, del estricto y férreo manual de Marx y de la revolución socialista están los sentimientos humanos, ese hecho existencial y primigenio que aún nos diferencia de las bestias? Probablemente para esos jóvenes cachorros de los CDR el término humanidad no sea más que palabrería burguesa, sentimentalismos baratos, propaganda españolista fascistoide difundida por la prensa manipuladora. El mismo error materialista de siempre que históricamente ha arruinado el espíritu de tantas revoluciones justas y necesarias.

No, no era el momento de hacer política ni de arañar unos cuantos votos para la causa. Las consignas y los eslóganes chirriantes sobre la supuesta vinculación de la Casa Real con el negocio de la venta de armas a países árabes “amigos” mejor que lo hubieran dejado para otro rato. Avui no tocaba. Como tampoco tocaba que Pablo Casado, Albert Rivera y otros tantos como Xavier García Albiol se marcaran un paseíllo torero por la calle, sacando pecho de españolidad y arrojando más gasolina al fuego catalán con exabruptos, bilis incontenible y declaraciones incendiarias. La cuerda tiene un límite y puede romperse en cualquier momento. Ayer ya se tensó demasiado al término de los actos en memoria de las víctimas. Simpatizantes de los CDR y algunos monárquicos siempre empeñados en montar una nueva y gloriosa cruzada nacional tuvieron un encontronazo en una céntrica calle de la Ciudad Condal. Tampoco esta vez llegó la sangre al río, pero hubo insultos, empujones y algún que otro llanto amargo. Un nuevo episodio de ruptura de la convivencia que, de persistir, algún día terminará mal. Es lo que suele suceder cuando los pirómanos soplan la mecha, avivando irresponsablemente las llamas que prenden en las masas. Afortunadamente la inmensa mayoría del pueblo catalán, ya sea indepe o españolista, dio una lección de comportamiento cívico durante los actos de homenaje a las víctimas, demostrando que sigue formando parte de aquella sociedad madura, culta y civilizada que siempre fue. Por suerte, el seny sigue vivo y latente. No todo está perdido.

 

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