Viendo el triste transitar del mundo actual, en muchas ocasiones no queda más remedio que recurrir a la nostalgia. El mundo parece gobernado por la mayor cantidad de mediocres que generación alguna haya podido situar en los distintos gobiernos estatales. Apoyados en miríadas de asesores, de comunicólogos, de pelotas, la clase política parece que fuese a peor y se produjese una quiebra entre representantes y representados. ¿Son los distintos parlamentos y jefaturas de Estado reflejo de sus sociedades? Sin duda no. En redes sociales (olvídense de Twitter) se pueden ver debates interesantes en ambos lados del espectro político; en las revistas académicas no busquen porque sólo hay artículos, en Ciencias Sociales y Humanas, que siguen el patrón pautado para que ciertas universidades sigan siendo las más prestigiosas y las que más ingresen, pero sí es cierto que existen numerosos ensayos (menos en la parte anglo del mundo) donde el pensamiento crítico florece; pensar en la sociedad como una masa amorfa es irreal pues las capacidades de buena parte se ven reflejadas en pequeños comentarios y en los avances de empresas, asociaciones y demás organizaciones de la sociedad civil.

Entonces ¿lo peor acaba llegando al poder? No lo peor, pero sí los que carecen de sentido crítico de la vida. Para ascender dentro de un partido político, sin necesidad de ser pelota (que los hay a patadas), tan sólo se requiere manejar el lenguaje de ese partido (sin componentes propios); ser muy activista, que no militante; venderse bien entre la gente más cercana y entre los jefes, sin dudar en ponerse méritos de los que se carezcan; y, muy importante, no pensar por sí mismo, o cuando menos no decir lo que se puede pensar. Una vez conseguido el objetivo de ascender y situarse entre los cuadros dirigentes del partido, ahí sí, apuñalar a quien sea para no dejar vacante la plaza. Da igual el partido que se analice, por culpa de la maldita ley de hierro de la oligarquía ha sido y sigue siendo así. Aunque siendo justos, la oligarquía anterior debía cuando menos mostrar cierta capacidad analítica e ideológica, algo que hoy se ha perdido. Con hablar de centro moderado, de liberalismo de progresismo se va caminando sin avanzar nada. Y, repetimos, da igual el partido que ustedes quieran analizar. Si a esto sumamos que ya los partidos carecen de intelectuales orgánicos o de intelectuales compañeros del camino, el resultado es una degeneración de la clase política. Antes también había personajes de este estilo (siempre ha habido arribistas), pero eran “machacas” de la clase dirigente. Políticos profesionales siempre habrá pero hay que cuidar que tengan algo más que lo mostrado. No miren sólo en el propio país, es una causa que se propaga por todo el orbe, más allá de populistas y demagogos varios.

No se trata de llegar a ideales como los del filósofo-rey platónico, ese tipo de pensamientos acaban proporcionando regímenes totalitarios. Ni es cuestión de llenar los parlamentos de pedantes y creídos (como actúan algunos parlamentarios españoles). Bueno creídos hay bastantes pero por otros motivos. No. Se trata de que la clase política sí sea parecida a la sociedad que dice representar. Ni más, ni menos. Realmente las personas saben dónde están sus propios límites (excepto que seas español que naces sabiendo de fútbol y política); hasta dónde llegan sus capacidades y cuáles son sus puntos fuertes. Esto no lo encontramos en la clase política mundial actual. Y quienes saben en muchas ocasiones carecen de la ironía socrática (aparentar cierto desconocimiento) suficiente para no resultar soberbios. Y ¿cómo hemos llegado hasta aquí si antes nos parecían las cosas, no mejores en sí, pero más reales y cercanas? Haciendo honor al titular, porque antes la izquierda disputaba realmente el monopolio de la opinión a la ideología dominante del sistema. De esto se derivan ciertas cuestiones que llevan no a una modernidad líquida que diría Zygmunt Bauman, sino a un tiempo hedonista e individualista.

Cuando mandaba la izquierda.

Siendo honestos no se puede decir que la izquierda haya mandado, tuvo una enorme capacidad de influencia en la agenda política gracias a las distintas luchas sociales que era capaz de aglutinar, a lo que hay que sumar una fuerte competencia en el plano intelectual contra los capitalistas. Fueron las luchas de la clase trabajadora, arropada por una ingente intelectualidad, las que arrancaron a la clase dominante las políticas de los años dorados para avanzar en la construcción del Estado de bienestar. El problema es que la izquierda política, por un lado, se quedó en esas políticas pensando que ya se había logrado la sociedad socialista (sin tocar la base del sistema paradójicamente) y, por otro lado, dejó el pensamiento revolucionario abandonado. Se acomodó la izquierda política y la intelectual se vendió al mejor postor o se dedicó al idealismo y lo postmoderno. Bien es cierto que existía la URSS para tener asustada a la clase dominante occidental pero no era el objetivo de la izquierda en general acabar en un régimen totalitario como aquel, aunque estemos en otro casi tan totalitario como veremos.

La izquierda disputaba en la práctica y en la teoría a la ideología dominante el dominio en ese campo. Mientras los sindicatos alentaban las movilizaciones laborales, el cuerpo de intelectuales definía las situaciones en lo teórico. Había una conjunción político-sindical-teórica que permitía esa disputa antagónica. Frente al marxismo como epistemología, la derecha hubo de acudir a la teoría estructural-funcionalista de Parsons y Merton, al empirismo idealizado (aportar números sin análisis sobre qué significan en realidad), a la teoría de la elección racional (individualismo puro), al positivismo y otras tantas teorías que eran premiadas con el Nobel para dotarlas de legitimidad. Cuando la izquierda realizó la inversión en el estructuralismo, se inventaron la teoría de sistemas para autorizar que el sistema tan sólo se retroalimenta, que es autopoiético. Tantas horas gastadas y tantos dólares invertidos para contraponer al pensamiento de izquierdas. Al final hubieron de inventarse la clase media (que no deja de ser clase asalariada) para introducir una contradicción en la lucha de clases. A ello se apuntaron desde los pensadores y políticos de derechas (todos los partidos de derechas se reclaman de clase media si se fijan) hasta algunos intelectuales de la izquierda (¿Sabían que José Félix Tezanos era el verdadero pope del análisis estadounidense y de la clase media en los años 1970s?, por ejemplo).

Aprovechando, además, el hedonismo individualista de las revueltas de mayo del 68 (que al menos legó para la izquierda el feminismo y el ecologismo) y las luchas raciales, la derecha se dedicó a establecer compartimientos estancos para quebrar a la clase trabajadora en sus luchas. Los negros sólo podían reivindicar su exclusión racial, no la de clase, por ejemplo. Y dentro de esta racialización, las mujeres no podían ser feministas. Así se introdujeron los estudios afroestadounidenses o afro-el-país-que-sea, los estudios feministas (desde que se comprobó al feminismo como potencial sujeto revolucionario, por cierto, les han colocado lo queer para desestabilizar), los estudios culturales y demás compartimentaciones. Algo que la izquierda ha comprado y que muestra bien a las claras con sus demandas identitarias múltiples, hasta llegar al paroxismo del deseo individual cambiante. Súmenle que se cambió el sentido de fraternidad (de comunidad de hermanos y hermanas que comparten una misma explotación) por el de Justicia. Así aparecen todas las teorías idealistas de la Justicia que van desde John Rawls a Michael Sandel. Lo que no deja de ser, al final del camino, sino un intento de control moral de las personas, especialmente la clase asalariada y la pequeña burguesía.

Desde que la izquierda dejó de pensar globalmente y de analizar las contradicciones del sistema capitalista se abrazó a todo lo que acabamos de decir abandonando lo material como base del pensamiento y la acción política. Dejó el antagonismo contra el sistema para ser el justiciero del mismo. El problema es que el sistema es capaz de asumir los criterios de justicia y transformarlos en caridad y señalamiento individualista. Y lo que es peor, estas peticiones de un mundo más justo (que no es que sean malas, pero no son eficaces en sí) ha servido a la ideología dominante para establecer lo políticamente correcto, un nuevo concepto moral que restringe la vida social (más allá de ir al centro comercial a consumir) y que criminaliza al disidente. Lo políticamente correcto no deja de ser un totalitarismo moral, un autoritarismo kantiano, un debate sin fin y sin sentido, una persecución a quien opina distinto. La izquierda política se siente cómoda tanto como la derecha política con lo políticamente correcto porque es una moral manipulable y que sólo es rígida contra la disidencia y la lucha en la calle. Entre políticos sirve para escenificar una pelea entre unos y otros que acaba no teniendo consecuencias para la base del sistema. “Tú has hecho esto y has dicho lo otro” suele ser todo el debate que se mantiene en los parlamentos, salvo cuando se habla en versión feminista hay que destacar (aunque en algunas ocasiones se dejan llevar por esa moral de la que es difícil resistirse, todo sea dicho).

… y se podía hablar de todo.

Curioso es leer a ciertos energúmenos que campan por la derecha (mediática o de redes sociales) afirmar que la izquierda sigue apoyando a lo que significó la URSS y demás totalitarismos cuando la realidad es tan tozuda que niega esas visiones. Cuando la izquierda mandaba se hablaba de todo, no sólo antagonizando con la derecha en debates que tenían como fundamento las condiciones materiales de las personas, sino discutiendo el camino llevado por los regímenes socialistas y las propias posiciones totalitarias. Michel Foucault criticaba el gulag desde una posición de izquierdas; Louis Althusser criticaba el totalitarismo encerrado en Antonio Gramsci (¿Se criminalizó a Althusser para no criminalizar a Gramsci?); y mientras hacían eso no dejaban de criticar la dominación de clase y al neoliberalismo. Ahora esto no existe, ni en la derecha, ni en la izquierda. No es que no se piense, que se hace, pero todo queda dividido al final en escuelas de pensamiento que aglutinan a una persona en muchas ocasiones. Y mucha ética que oculta al final una represión moral.

Si leyesen a Jorge Vilches (intelectual liberal muy crítico) verán que, a su modo y bajo los patrones de la ideología dominante, critica profundamente las sociedades actuales y toda la moralina existente. Es bueno leer a los antagonistas para que te abran la visión y te muestren contradicciones del sistema que por la situación ideológica de cada cual pueden no verse. No es algo que sólo sea una invención de algún izquierdista desamparado sino que el propio sistema neoliberal acaba adaptando la moral (evangélica en unos casos, con tintes izquierdistas en otros) a las coyunturas pero con la intención de seguir dominando y no hablar de lo económico, más allá de la gestión pública. El sistema capitalista es determinante en última instancia por lo que muchas de las discusiones que se producen en los parlamentos, medios de comunicación o ámbitos intelectuales no dejan de ser modas, moralina o puro espectáculo. Ahí no interviene casi nunca, pero cuando está en juego su posición como clase dominante puede ayudar a reconfigurar la ideología dominante (que siempre lleva inserto el veto al disidente y al que pone en cuestión el sistema) y el propio sistema político. En el caso español lo entenderán muy bien. Cuando surgió Podemos se promovió a Ciudadanos como contrapeso y dejar libres a los dos partidos sistémicos. Ahora que la formación naranja no funciona porque hay cuestiones de la lucha cultural (feminismo, ecologismo, pobreza) potencian a los neofascistas que se meten en esa batalla cultural despistando a las masas de la verdadera lucha que es por lo material. No toda la ideología dominante es producto de la clase dominante, por tanto, incluso la socialdemocracia ayuda a situar algunas cuestiones éticas en ella, pero sí que la modifica siempre que puede en cuanto las miradas se vuelven contra ella.

La izquierda consiguió, desde la irrupción de los primeros movimientos de masas de la clase trabajadora, ampliar el espacio de debate político y social. Cuanto más debate y más opiniones era más sencillo mostrar las contradicciones del sistema. Ahora hay debate sobre el libro que cada cual lleva en su cabeza o ha llegado a publicar. Ahora se entiende que cualquiera tiene una opinión válida aunque no contenga verdad en esa opinión. La opinología o doxacracia de lo políticamente correcto lleva hasta el extremo la individualización de lo que es válido, aunque no contenga verdad insistimos, porque así el debate se hace eterno e inoperante (ya tenían al renombrado Habermas para ese debate por el debate que esteriliza a la izquierda). No se llega a ningún lado que es lo que desean quienes mandan. Y no, no cualquier opinión es válida, ni cualquiera puede opinar de lo que sea. No es cuestión de tener estudios (aunque estos permiten manejar ciertas herramientas de análisis) sino de formación y presencia en la acción del día a día. Que alguien que es funcionario, por ejemplo, opine sobre sobre las condiciones de trabajo en una fábrica queda bien en una tasca pero no en el ágora pública. Pero tampoco los especialistas, que es lo que pretende el sistema con la compartimentación, tienen toda la verdad, ni toda la autoridad, en tanto en cuanto no la someten a verdadero debate público, que no lo hacen. Si se dan cuenta acaban diciendo, con bastante desprecio, “esa es su opinión” sin entrar a debatir. O “los datos son los que son” sin explicar el porqué de esos datos o lo que hay detrás de los mismos.

Cuando mandaba la izquierda y se podía hablar de todo, aunque no hubiese tanta tecnología, se era más libre y había más pluralidad que en la actualidad. El sistema nos quiere todo lo homogéneos que se pueda para controlarnos mejor. Con la tecnología electrónica actual, además, han dado el paso de poder controlarnos, como en el panóptico de Jeremy Bentham, desde un solo centro de control. Y encima les dejamos que lo hagan aduciendo una libertad para poner un tuit y cuatro fotos en cualquier red social y creernos que así hay libertad de expresión. Unas redes creadas para no pensar; una prensa diseñada para que lo espectacular prevalezca sobre lo verdadero; una homogeneización para reprimir mejor y simplificar el consumo compulsivo; mientras se deslegitima a sindicatos, movimientos asociativos de izquierdas, intelectuales críticos y todo lo que ponga en cuestión el sistema. Antes la represión se veía y se sentía (ahora sólo en momentos críticos), pero había más libertad porque la izquierda pensaba, cuestionaba y tenía una unidad de acción que ahora no existe y eso obligaba al sistema a permanecer abierto para poder producir y reproducir sus intereses económicos e ideológicos. Hoy hay ocurrencias (como todas las que diga o pueda llegar a decir Thomas Piketty) pero no acción contrasistémica. Aunque sólo se consigan reformas, como sólo se consiguieron en su momento, sin visión antagónica que mira a las estructuras de poder del sistema sólo hay migajas para unos cuántos, a los que acabarán señalando como privilegiados para introducir otra lucha intraclase. Una clase trabajadora disgregada en mujeres, razas, religiones, hedonismo o individualismo para que carezca de unidad de acción. Saben que la unión de la clase, el feminismo y el ecologismo será de donde salga el sujeto revolucionario (aunque se quede en reformas) y por ello lo dividen y le dejan sin voz mediante la moral y lo políticamente correcto.

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