El Papa Francisco ha vuelto a descolocar a quienes ven en él una luz de progresismo tras los años de oscuro ultracatolicismo de Karol Wojtyla y Joseph Ratzinger con sus afirmaciones sobre el papel de la mujer en la Iglesia, donde llegó a afirmar que «todo feminismo acaba siendo un machismo con falda», un mensaje que le acerca más a los argumentos de grupos como Hazte Oír o los Legionarios de Cristo que a los reformistas que reclaman la convocatoria de un nuevo Concilio que adapte a la Iglesia a la nueva realidad social del siglo XXI. Tal vez habría que recordarle a Jorge Bergoglio el papel de sumisión que siempre ha tenido la mujer durante el cristianismo.

La Iglesia Católica es una institución claramente patriarcal. Los propios dirigentes se denominan «patriarcas». Este hecho ya da una idea de cuál es la situación de una confesión cuyos actos entran en constante contradicción con lo que debería ser el mensaje sobre el que se asienta su prédica. Igualdad, amor fraterno, comprensión hacia el otro, perdón son algunas de las palabras que repiten cada día los eclesiásticos. No obstante, sus hechos demuestran que esas palabras no son más que algo escrito en un libro y que no posee su transformación en la realidad. Presuntamente la Iglesia Católica defiende la igualdad entre todos los seres humanos y denuncia todo aquello que a priori genera cualquier tipo de discordancia. Pero esa pretensión igualitaria se queda en el muro de la misoginia o del más puro machismo al tener relegadas a labores secundarias a las mujeres, tanto a las que están dentro de la organización como las que a través de su fe se acercan día a día a los templos.

Las mujeres suponen un 60% de los integrantes de la confesión, principalmente dentro de órdenes, casi dos tercios que no tienen ningún poder ni ninguna capacidad de decisión. Están entregadas a la oración o a las labores propias que la congregación tiene como actividad, educación y atención a los desfavorecidos principalmente. Por otro lado, los hombres son los que ocupan todos los puestos de importancia, desde el Papa, pasando por cardenales, obispos o sacerdotes. La propia idiosincrasia hace que las mujeres estén sometidas a los dictámenes de los hombres, independientemente del lugar que ocupen dentro de los cuadros de la institución. Hay órdenes que tienen una parte masculina y otra femenina y éstas están sometidas a los dictados de aquéllas.

Otro ejemplo de la marginación que la Iglesia Católica practica hacia las mujeres es el número de ellas que ha recibido el título de «Doctora de la Iglesia». Este título es otorgado por el Papa o por un Concilio Ecuménico a ciertos santos como un modo de reconocimiento a su sabiduría y a que sean tratados como maestros de la fe para todas las generaciones católicas. Actualmente hay 35 doctores y sólo 4 mujeres: Caterina da Siena, Teresa de Jesús, Thérèse de Lisieux e Hildegard von Bingen.

Incluso tenemos el caso de la papisa Juana, una leyenda popular pero con visos de que pudo haber ocurrido y que la propia jerarquía eclesiástica ha intentado dejar en una historia del pueblo sin ninguna importancia. ¿Realmente una mujer se puso las sandalias del pescador? Hay que tener en cuenta que incluso en la catedral de Siena tuvo un lugar para la veneración de los fieles. Hay que tener en cuenta que, tras el escándalo provocado por el descubrimiento de la feminidad de Juana, la Iglesia procedió a realizar una verificación de la virilidad de los Papas electos: un miembro ordenado palpaba los órganos sexuales para confirmar que se trataba de un hombre y si era así se proclamaba que «duos habet et bene pendentes» (tiene dos y cuelgan bien). Por otro lado se ha intentado silenciar a mujeres como Marozia de Spoleto o a Olimpia Maidalchini, mujeres que tuvieron una influencia importantísima en la Iglesia medieval porque detentaron más poder que los propios Papas.

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