En España, por suerte, ha habido muchas elecciones generales en los últimos 45 años. Producto de que existe una democracia asentada. Para muchos una mierda de democracia, pero democracia al fin y al cabo –que a saber qué nos traerían todos esos que se quejan amargamente-. En 1982 las cosas no estaban tan claras. El gobierno de Leopoldo Calvo Sotelo se sostenía en el aire gracias a que los demás partidos le estaban sujetando para que no cayese de golpe, aunque intentaron que cayese por varios Golpes… de Estado. Cada semana una facción nueva salía de UCD para marcharse, bien a Alianza Popular, bien al CDS de Adolfo Suárez.

La derecha política estaba mal y a sus peleas para ver si colgaban ya la camisa azul Mahón, reglamentariamente remangada por encima del codo, o si se ponían la chaqueta de demócratas. La Iglesia, por su parte, se tomaba mal la separación entre Estado e Iglesia constitucional, habían sido muchos años pegada al poder civil y les costaba. Pese a que Juan Pablo II lo veía correcto, apropiado y no expuso ninguna queja en esa visita multitudinaria que realizó en esas fechas.

Por la izquierda, el PCE estaba todavía palpándose para buscar los millones de votos que en su cabeza debían haber caído de su lado. Para más inri Santiago Carrillo y sus camaradas seguían empeñados en el Eurocomunismo o esperanzados de formar parte de un gobierno de izquierdas como el que había en Francia. No supieron ver que los españoles recelaban en su mayoría del comunismo, les agradecían su lucha contra la dictadura, su honradez pero hasta ahí. Era bueno que existiesen pero nunca les votarían. Sus supuestos nietos de hoy en día siguen sin entenderlo.

Felipe nacionalista

Por tanto ¿qué quedaba? Felipe González y su PSOE. El secretario general de los socialistas había limpiado su casa (adiós al marxismo y un cierre partidista brutal que acabaría con la Conferencia de Organización de pocos años después, aunque aquello era el paraíso democrático comparado con lo actual) y dado prioridad en su discurso a lo nacional. La revista Times calificó por aquellas fechas a Felipe y Alfonso como “jóvenes nacionalistas”. Lanzó un discurso regeneracionista, adaptado a los tiempos, que caló entre todas las capas de la sociedad española. A ello se le añadía el interés de modernizar la estructura económica (con una inflación del 15%) e impulsar algunos aspectos del Estado de bienestar (sanidad, pensiones y educación). Un liderazgo prometeico y un discurso regeneracionista que llevaba desde la moción de censura a Suárez permeando en toda la sociedad. Desde el proletario al empresario, desde el funcionario al director de periódico.

Sabía Felipe que no sólo debía hablar de cuestiones materiales, sino que era necesaria una regeneración de España a todos los niveles: “A veces tengo la tendencia a hacer un discurso que parece un sermón. Pero es que, desgraciadamente, tendrá que parecerse, porque se trata de recuperación y actitudes morales, valores éticos, etc. Y eso no se arregla con leyes o unas medidas económicas por muy bien que estén ideadas o técnicamente ajustadas. Es que no salimos adelante como no sea con una apelación permanente a la sociedad” (Cambio 16, 13 de enero de 1983).

Felipe regeneracionista

Un cambio necesario que regenere España como nunca ha sucedido. Así lo planteó en Bollullos del Condado: “Hay tantas cosas por hacer, hay tantas cosas por cambiar… Pero nadie podrá pensar que todo se cambia en un mes. ¿Ese cambio es pequeño? Yo creo que no, y les digo con toda sinceridad que creo que es un gran cambio, un cambio que supone un giro de ciento en la historia de España, se dice pronto. Después de centenares de años aquí se puede orientar la historia y la política de otra manera, con otro estilo, con otro comportamiento, con otra mira puesta en otros intereses de lo que han sido los intereses de centenares de años. No digo de decenas de años, si ya no me refiero ni siquiera a la dictadura, me refiero a los años veinte, a los diez, a los primeros años del siglo, a los últimos del siglo pasado… Siempre ha sido así”.

Y por si fuera poco el golpe de Estado del 23-F y las intentonas golpistas (constatar que poco antes de las elecciones se habían desmontado hasta dos sublevaciones), ETA masacraba constantemente a ciudadanos españoles. Al ritmo de cien muertos al año, era un problema que estaba dañando la convivencia y que pedía un gobierno solvente y mayoritario. A esto súmenle que los españoles estaban deseando que Europa no terminase en los Pirineos, unir a lo geográfico lo cultural de una vez por todas. Ante todos esos desafíos Felipe tenía una respuesta que lanzaba durante la campaña electoral.

El encantador de serpientes

Todo el PSOE, sin fisuras, tenía un discurso único, claro y contundente. Algo que hacía virar las miradas de todas las personas hacia Felipe. Si, además, se le sumaba una capacidad oratoria increíble pues poco faltaba para que pudiese hacer la campaña desnudo y que todo el mundo aplaudiese y no escandalizase. Esto decía Suárez de él por esas fechas: “A mí en aquel entonces Felipe me parecía el flautista de Hamelín, la gente le escuchaba entusiasmada. Tenía un don especial que conservó durante mucho tiempo. Y es que fuera en un mitin, en una reunión multitudinaria o con cinco o seis personas, siempre se tenía la sensación de que se estaba dirigiendo a ti en particular, el resto del mundo era algo aparte”. Alfonso Guerra, otro que tenía buen pico, lo resumía en esta frase: “Se cree lo que Felipe diga aunque lo que diga no coincida con lo que uno cree”.

Muchos, dentro y fuera del PSOE, le han acusado de traidor a la izquierda por el poder que acumuló en sus manos, pero desde 1982 tenía claro cuál era su trabajo: “Gobernar en un momento en el que uno tiene que optar entre inventar el futuro para que la derecha gobierne el presente o gobernar el presente para construir el futuro. Yo creo que hay que tener el coraje político de gobernar y tomar decisiones y no refugiarse en cómo sería el futuro mientras la derecha gobierna el presente. Esto me parece ser de izquierdas”. Al contrario que los gobernantes actuales, con sus banderías y su medallas de chocolate, Felipe lo tenía claro en 1982: “Tenemos que comprender cuál es la situación de España y quizá lo más hondo de esta reflexión sea decirles a todos que España depende de lo que nosotros hagamos de España, nosotros, todos los ciudadanos españoles”.

La prensa entregada

Nada de nacionalizaciones (como se temían en las películas de Mariano Ozores), nada de revoluciones de papel, sino pragmatismo, europeísmo y modernización de España. Algo que encantó a la mayoría de la población española, especialmente a parte de los aparatos ideológicos. No hubo un medio de comunicación que no se rindiese a sus pies. Pedro J. Ramírez (Diario 16) mojaba las bragas cada vez que le escuchaba. Juanli Cebrián (El país) babeaba por estar a su lado. Así con todos los medios y revistas. Por donde pasaba el candidato socialista había masas que lo ocupaban todo. Julio Feo se las veía y deseaba para contener a las personas y que no sobeteasen demasiado a Felipe. Toda la campaña estuvo casi centrada en su persona en los medios de comunicación.

Jorge Verstrynge intentaba (lo ha dicho en sus memorias) hacer de Manuel Fraga un De Gaulle español, pero no había forma. Carrillo tenía un discurso antiguo hasta para la dictadura. Suárez era muy querido por lo que había hecho pero como presidente en democracia se había visto superado por la cueva de serpientes que era su Gobierno (cuando los ministros salían a mear, contaban en los baños a los periodistas lo que se estaba discutiendo con pelos y señales). No tenía nada enfrente y, además, contaba con un personaje como Alfonso Guerra que tenía para todos y servía de contrapeso. Igual por eso no le querían invitar a la celebración del 40° aniversario de la victoria de 1982.

En la vida volveremos a ver gente así

Con la victoria de Felipe se terminaba la Transición (en Ciencia Política siempre se ha mantenido que hay que esperar al primer cambio de gobierno en este tipo de transiciones de dictaduras a democracias) y comenzaba el cambio. “Por el cambio” era el lema de campaña y vaya si lo consiguieron. A día de hoy, España sigue siendo felipista. Tanto a derechas como a izquierdas, socialmente, todos felipistas. Los gobernantes actuales no, son otra cosa sin definir pero con un aspecto putrefacto. José María Aznar, después de tenérselas tiesas y haber recibido alguna buena paliza (nunca supo expresarse el pobre hombre), fue felipista en casi todas sus políticas. Mariano Rajoy fue felipista en su modo de hacer. José Luis Rodríguez Zapatero comenzó con apariencia felipista pero se transformó en woke y tuvo que salir Alfredo Pérez Rubalcaba a arreglar la cosa, aunque no pudo.

No se volverá a ver un personaje como Felipe, seguramente, en otras cuantas décadas. De hecho no se volverán a ver gobernantes como él, Suárez, Alfonso, Verstrynge, Fernández Ordoñez, Cabanillas, Gutiérrez Mellado, Abril Martorell, Mújica, Gómez Llorente, Landelino Lavilla, Cavero, Calvo Ortega, Morán, Carrillo, Maravall, Lluch, Fraga, Osorio y tantos más que tuvieron a España como primera premisa en su acción política. Por una cuestión ambiental del hoy y de carácter de quienes llegan a la política. Como dijo hace unos días Guerra, antes se llegaba con alegría, hoy se llega a colocarse o a otros intereses espurios. Luego pasó lo que pasó, pero gracias a Felipe y muchos otros España sigue en pie a día de hoy. No les hizo falta hablar de batallas del abuelo, ni que les hiciesen documentales para trabajar, con sus errores, por España.

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