La semana pasada terminó con otra perla de Pablo Casado para la historia: “El problema de la eutanasia no existe en España, sino que es una invención de Pedro Sánchez”. Como si cada uno de nosotros, sea del PSOE o del PP, no tuviésemos que pasar por el duro trance de la muerte más tarde o más temprano. No es que la eutanasia no sea un problema, como dice el líder popular, sino que es exactamente lo contrario: es el gran problema existencial al que se enfrenta todo ser humano al final de su vida en cuanto que va ligado inexorablemente a la cuestión fundamental de la muerte. Por tanto, ahora mismo, y el señor Casado debe enterarse, hay 47 millones de españoles para quien ese es el gran problema con mayúsculas. Pero una vez más nos encontramos con el papanatismo y la cerrazón de alguien que pretende imponer su ideología y su soberbia al resto de la humanidad, hasta el punto de decirnos a los demás, pobres mortales, cómo tenemos que gestionar ese momento trágico de nuestras vidas. ¿Quién es ese señor bien vestido y repeinado para decirle a otro ser humano si debe aguantar el dolor hasta límites indecibles, como un héroe espartano, si debe morirse antes o después, o si debe prohibírsele una compasiva inyección de morfina que lo duerma dulcemente y le ayude a dar el salto al Más Allá?

Y sin embargo, esa posición ideológica de hipocresía y dogmatismo descabellado fue exactamente la misma que mantuvo la derecha cuando se debatió la ley del divorcio en el año 1981. Entonces, el presidente de Alianza Popular, Manuel Fraga, dijo durante un mitin que no era la hora “de hacer nuevos experimentos, ni es la hora de leyes estridentes, como la del divorcio, ni de perturbadoras reformas fiscales”. Eso sí, era el momento de “poner orden en la casa”. Con otras palabras es justo lo mismo que dice hoy el PP vintage de Casado, para quien la ley sobre el derecho a una muerte digna es poco menos que un experimento innecesario, la reforma fiscal de Sánchez resulta perturbadora y el desorden en Cataluña resulta inadmisible, por lo que exige la aplicación de un artículo 155 duro sin más contemplaciones. No hay más que tirar de hemeroteca para comprobar con estupor lo poco que ha cambiado la derecha ibérica en casi 40 años de historia. La misma intransigencia ante las reformas sociales y los cambios políticos, la misma dureza en el lenguaje, la misma dependencia enfermiza de la Iglesia católica.

Hace unos días, el grupo popular registraba en el Congreso de los Diputados una enmienda a la totalidad a la ley de eutanasia del PSOE con un texto alternativo que va “en la línea de los cuidados paliativos”, según confirmaron fuentes cercanas al partido. Lo llamativo de esta enmienda es que los populares, en una nueva muestra de frivolidad política, comparan la legalización de la eutanasia con la “esclavitud” y la “venta de órganos”.

Según el Comitè de Bioètica de Catalunya, la eutanasia “hace referencia a aquellas acciones realizadas por otras personas –a petición expresa y reiterada de un paciente que padece un sufrimiento físico o psíquico como consecuencia de una enfermedad incurable y que él vive como inaceptable, indigna y como un mal–, con la finalidad de causarle la muerte de manera rápida, eficaz e indolora”. Es decir, estamos ante el derecho a elegir una muerte digna, a dejar de recibir medicación o tratamiento cuando la enfermedad sea incurable y a ser asistido por cuidados paliativos que alivien el dolor hasta el momento mismo de la defunción. Nada de eso tiene que ver con el crimen, el pecado, el suicidio, el asesinato, el aborto, la esclavitud o el tráfico de órganos, como dice la siempre sobreactuada derecha española, cada vez más insensible al padecimiento humano. Estamos hablando simple y llanamente del derecho a morir en paz. Aliviar el sufrimiento es un principio que no solo está recogido en todo código ético de Medicina de cualquier país civilizado del mundo, sino que también es un principio elemental de filosofía moral y hasta de caridad cristiana, aunque eso parece haberlo olvidado la Iglesia católica, todavía arraigada en los viejos dogmas anteriores al Concilio Vaticano II. En el complejo problema de la eutanasia, las posiciones retrógradas de la curia y la derecha política española parecen ir de la mano en un extraño binomio nacionalcatolicista que por mucho que pasen los años, y como una extraña maldición, parece imposible de romper.

Cualquiera que haya pasado por el penoso trance de perder a un ser querido tras un proceso irreversible de degradación del cuerpo ocasionado por una enfermedad incurable sabe que en esos momentos no valen de nada los sermones, ni las discusiones ideológicas, religiosas o políticas, ni los debates bizantinos sobre Dios, la moral y la vida más allá de la muerte, ni siquiera el consuelo espiritual de un cura bienintencionado. En ese momento dramático en que se mira a los ojos a ese familiar o amigo sufriente y se ve cómo su vida se le escapa sin que nada ni nadie pueda hacer lo más mínimo por aliviar su agonía solo se desea una cosa en el mundo: que el momento pase cuanto antes y que el dolor sea el mínimo posible. Por eso indigna tanto escuchar a Casado hacer malabarismos y circunloquios con un asunto que seguramente a él le reportará un puñado de votos entre los sectores más tradicionalistas de la sociedad española. Indigna porque mientras Casado juega alegremente a la política vacía y retórica, muchos enfermos postrados en camas de hospitales de todo el país se preguntan qué pecado han cometido para tener que seguir soportando una muerte lenta, para continuar siendo atiborrados de pastillas inútiles y para que los mantengan conectados a una máquina llena de cables y lucecitas absurdas que acaba convirtiéndose en el peor de los potros de tortura.

Afortunadamente el pasado mes de junio el Congreso de los Diputados daba el primer paso para regular por ley la eutanasia, después de que todos los grupos parlamentarios, a excepción del PP, hubieran respaldado la propuesta realizada por los socialistas. La proposición de ley, “sumamente garantista”, contempla el “final anticipado de la vida con el objetivo de evitar alargar el sufrimiento” de personas con enfermedad grave e incurable o discapacidad crónica que implique gran sufrimiento. La iniciativa, que aborda cuestiones éticas, médicas y jurídicas, permite la objeción de conciencia de los profesionales sanitarios y establece que el derecho a morir dignamente forme parte de la cartera de servicios del Sistema Nacional de Salud, que su acceso sea “universal y gratuito”. El texto, valiente por lo que supone de tratar de encarar un problema al que nos tendremos que enfrentar todos más tarde o más temprano –por mucho que diga la filosofía barata propagada por el moralista Casado–, determina que el derecho a la eutanasia es el que tienen las personas que requieren cuidados paliativos por una enfermedad grave e incurable y también aquellas “que deciden no vivir más” en casos de discapacidad grave crónica y que padezcan un “sufrimiento insoportable”.

“Sólo el tiempo y la evolución de las conciencias decidirán si mi petición de morir era razonable o no”, dijo el tetrapléjico Ramón Sampedro, a quien unas leyes injustas condenaron a vivir postrado durante años en medio de un sufrimiento inmenso. Ni el tiempo ni la evolución de la conciencia parecen afectar a las mentes cerradas y cuadriculadas de algunos políticos de nuestra derecha patria.

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