“No estoy de acuerdo con lo que dice, pero defenderé con mi vida su derecho a decirlo”. Esta famosa cita de Evelyn Beatrice Hall, erróneamente atribuida a Voltaire, se refiere al derecho a expresar una opinión, aunque sea incómoda, como ingrediente esencial de una sociedad libre.

Lamentablemente, ese  derecho a que se refiere la cita, la libertad para discrepar públicamente, el debate, están siendo amordazados por una nueva forma de censura, la ofensa.

El significado bíblico de ofensa se refiere a una falta, pecado, traición o transgresión, como negar a Jesucristo o exclamar atributos negativos de él, es decir, atentar contra la fe de otros.

Así, la ofensa no es otra cosa que el desagrado que producen opiniones discrepantes que no validan o cuestionan determinado credo.

¿Qué pasa cuando esa incómoda discrepancia está basada en hechos y datos objetivos?Pues que si éstos son incómodos al dogma, han de ser silenciados a través de la censura.

Cuando en 2015 se aprobó la conocida como “Ley Mordaza” muchos se sintieron espantados ante las consecuencias que tendría sobre el derecho a la libre expresión, siendo tildada por los defensores de la democracia como un atentado contra las libertades públicas.

Casi ocho años y un cambio de gobierno después, la peligrosa mordaza legal mantiene toda su vigencia, a pesar del espanto producido entonces entre los demócratas que ahora gobiernan. Pero, lejos de avanzar en la reconquista de este derecho exceptuado a través de esa ley, se han creado nuevas excepciones, también ley mediante, justificadas por la ofensa que puedan inferir sobre determinados colectivos ver cuestionadas sus respectivas creencias.

Entonces, si determinadas opiniones gozan  de la protección legal frente a otras que pueden no solo ser silenciadas, sino además sancionadas, estamos, de facto, ante la prohibición legal del debate, la imposición del pensamiento único y una confesión impuesta a todo el Estado.

El gran éxito de los que consideran molesto el ejercicio de esas libertades, ahora democráticamente “exceptuadas”, ha sido convencer a una buena parte de la población de que eso es progresismo, justicia y prevención democrática. De ese modo, la pocos molesta que cada vez sean más los espacios, privados y públicos, en los que se ejerza de manera arbitraria la suspensión de ese derecho, en nombre de la temida ofensa.

Durante el pasado mes de noviembre el Ayuntamiento de Santiago comunicó a la Asociación de Mulleres Abolicionistas Galegas la suspensión de la autorización inicialmente concedida para la presentación de un libro de Alicia Miyares titulado “Delirio y Misoginia Trans: Del Sujeto Transgénero al Transhumanismo” en uno de los espacios dedicados al uso de la ciudadanía.

La razón aducida para esa cancelación fue que “con el contenido y el discurso que se promovería con esta actividad se inferiría un agravio hacia el colectivo LGBTIQA+, en especial hacia las personas no binarias y trans” es decir, una ofensa.

Lo cierto es que ese discurso no se ha llegado a producir, por lo que esa censura está basada en suposiciones y prejuicios de los gestores de lo público. Sí es verdad que la obra a la que se refería la autorización sostiene una postura crítica con la elevación del género a categoría jurídica protegida, en tanto que este es definido por el propio Convenio de Estambul como los “papeles, comportamientos, actividades y atribuciones socialmente construidos que una sociedad concreta considera propios de mujeres o de hombres”, siendo éste sobre el que se sustenta la desigualdad sistémica y la posición dominante del hombre sobre la mujer.

Ese acto fue suspendido por ser incómodo a las creencias de cierto colectivo que considera que el género, es decir, el ejercicio de esos roles, es lo que nos convierte en hombres o mujeres, perpetuando ideas estereotípicas y sexistas contrarias al pensamiento feminista.

Decía que se nos había concedido autorización de uso de uno de los espacios destinados a la ciudadanía y colectivos, pero no se trata de cualquier espacio. Se trata del único espacio municipal “que tiene como objetivo la puesta en marcha de acciones dirigidas al empoderamiento de las mujeres” tal y como se recoge en su discurso inaugural.

Debemos, entonces, entender que el empoderamiento de las mujeres tiene su límite allí donde se encuentre la ofensa del colectivoLGBTIQA+ o el celo de los gestores del espacio público por evitarla, evidenciando, una vez más, que los derechos de las mujeres están subordinados a los intereses de otros.

Estamos seguras de que la responsable del área de Cultura, la Concejala Mercedes Rosón, cree estar defendiendo el discurso correcto y los intereses que considera más lícitos, pero esto no deja de ser una apreciación personal. Si un gestor de lo público puede vetar el acceso a una dependencia municipal por una discrepancia ideológica, por muy convencido que esté de tener la razón, ¿cuál es el límite de esa potestad? ¿Podrá vetar el acceso a los espacios públicos a la militancia de otras formaciones políticas, a creyentes de otras confesiones religiosas, a quienes cuestionen su gestión?

El lunes 2 de enero varias representantes de la AMAG se dirigieron al registro de la Valeduría do Pobo para dejar constancia de estos hechos y solicitar la intervención de la Valedora ante una evidente vulneración del derecho recogido en el artículo 20 de la Constitución Española, el derecho a “expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción… sin que el ejercicio de estos derechos pueda restringirse mediante ningún tipo de censura previa”.

Nuestra preocupación no se limita a un acto, ya irrecuperable, o a las pérdidas concretas que nuestra asociación haya podido sufrir, sino a la normalización de la arbitrariedad en la gestión de lo público, a la pérdida de calidad democrática en manos de gestores fanáticos que justifican el despotismo bajo el mantra de la ofensa.

Somos conscientes de lo improbable de que esta acción nos ofrezca algún resarcimiento o reparación, pero solo podemos arañar las paredes del sistema y esperar que, de vez en cuando, lo improbable sea posible.

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