El ser humano está a muy pocos pasos de convertir en realidad el deseo de la Modernidad, “ser como dioses”. El avance tecnocientífico está llegando a la posibilidad de erradicar la muerte por vejez de nuestras vidas. Ser inmortales está a la vuelta de la esquina. O eso es al menos lo que nos cuentan los científicos y los pensadores que están detrás de las corrientes transhumanistas y posthumanistas. Ambas tienen una base común pero enfocan sus objetivos desde premisas un tanto diferentes. En breve, unos no tienen reparos en admitir con Fiodor Dostoievski aquello de “Si Dios no existe todo está permitido”; otros tienen algún reparo más.

El transhumanismo está pasando casi desapercibido entre la gran mayoría de la población, a la que tienen entretenida con gadgets electrónicos y con filosofías de la apariencia, pero en el ámbito del pensamiento, sin ser una cuestión de primer orden, sí hay un debate continuado desde que comenzaron, allá por los años 1970s, los primeros. Si el ser humano es capaz de llegar a la inmortalidad, vía tecnocientífica, ¿sería realmente humano? ¿Sería realmente deseable? ¿Sería generalizado? ¿Sería ético traspasar las líneas de la propia naturaleza?

De todo ello nos habla Roberto Esteban Duque en su libro Nostalgia de futuro (Ediciones Encuentro). El autor traza un resumen profundo y exhaustivo de lo que significa el transhumanismo. Muestra los no-límites de algunos autores y corrientes científicas y las reservas que tienen otros pensadores pero siempre encaminados a la revolución en el ser humano mismo. También confronta, desde la ética, las posibilidades de llegar y traspasar ese límite de lo humano para convertir al ser en algo diferente. Un cyborg o una máquina donde se ha conseguido incorporar el saber humano y que pueda actuar mediante algoritmos.

Como el autor hace en el texto ¿sería humano lo que saldría de ese avance tecnocientífico? Cabe, desde la racionalidad, dudar de su humanidad en sí. Carecería de la naturaleza humana para ser simplemente un engendro electrónico con apariencia de ser humano o ni eso. Otro de los problemas que no se han planteado los “flipados” del avance científico es si acabaría por realizarse una eugenesia positiva, sin descartar la negativa. O si ese avance técnico alcanzaría a toda la humanidad. La historia ha demostrado que algunos avances científicos sólo han sido aprovechados por quienes han podido pagárselos.

Éticamente la dignidad de la persona ¿en qué punto quedaría? Porque no se está hablando de avances médicos que vayan erradicando enfermedades, sino en procesos genéticos que provoquen directamente la inmortalidad –es evidente que la muerte por causas no naturales queda incontrolada–. En este sentido, y sin necesidad de recurrir a postulados religiosos –y eso que el escritor es sacerdote y doctor en Teología–, ¿es ético vivir para siempre y romper con la propia naturaleza? A todo el mundo le gustaría vivir cuanto más mejor pero tener conciencia de que se va a vivir para siempre y que solamente un accidente o la eutanasia-suicidio sean la salida ¿qué tipo de reacción provocaría en el ser humano? Y si al final ¿todo lo decidiera una máquina?

Todas estas preguntas, o parecidas, obtienen respuesta en el interesante ensayo del autor conquense. El abanico de posibilidades que abre el futuro transhumanista y/o posthumanista tienen en el texto una duda metódica que ayuda a comprender de qué se está hablando. Sin necesidad de recurrir a la doctrina de la Iglesia (que algunos tendrán ese perjuicio), ni a los Evangelios, el párroco de Villar de Olalla nos acaba introduciendo en la complejidad del debate ético y científico. Un poder humano que podría acabar con el propio ser humano o, cuando menos, con una gran parte de la humanidad, aquella que las élites que controlan el proceso puedan decidir que sobran. La ética debe dar la batalla y poner coto a ese “todo está permitido” del escritor ruso. Y el libro de Duque es un punto de partida.

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