Nuestra democracia ha demostrado su debilidad en los últimos cinco años. Los ataques de las élites económicas y de las políticas que las sustentan han sacado a la luz cómo el sistema político que los españoles nos dimos tras la muerte del dictador Francisco Franco Bahamonde está cogido con alfileres.

En España es necesaria convocatoria de un referéndum para que sea el pueblo español el que decida sobre los asuntos que por las situaciones sociopolíticas de los años 70 no fueron posible ser votadas. El pueblo al que se le reconoce la soberanía nacional en la Constitución está amordazado a la hora de decidir sobre asuntos fundamentales para nuestra construcción nacional.

La Transición fue un modelo de cambio político en paz. Se logró pasar de una dictadura a una democracia en un periodo de apenas 3 años. Fue, en parte, admirable el hecho de que se consiguiera con todos los representantes del franquismo ocupando puestos de relevancia en el aparato estatal, sobre todo en el Ejército. Sin embargo, se hicieron adelantos parciales que el tiempo pasado y la evolución del país no han transformado en los puntales sobre los que asentar la democracia.

El primer punto lo hallamos en la propia Jefatura del Estado. No se trata de afirmar que tal o cual modelo es mejor que el que hay, pero tienen que ser los ciudadanos españoles los que decidan qué modelo de Jefe de Estado quieren. Que se mantenga la Monarquía no es otra cosa que seguir respetando la voluntad de Franco y una democracia no se puede permitir seguir llevar a efecto los deseos de un dictador. Es una falla demasiado grande. A los españoles se les tiene que permitir votar porque de ellos es la nación, de ellos es el Estado. Nadie eligió el modelo monárquico. Los defensores del mantenimiento de la Monarquía afirman que ya se votó en el referéndum de la Constitución en 1978. Es falso. Los españoles no eligieron si querían una monarquía parlamentaria o una república, sino que votaron el texto íntegro de la Carta Magna. Fue un trágala de libro. Si se tiene en cuenta el documento por el cual el propio Adolfo Suárez confirmó a la periodista Victoria Prego que no se hizo una consulta sobre el modelo de la Jefatura de Estado porque las encuestas internas del Gobierno daban una victoria segura de las posiciones republicanas, nos damos cuenta de que se hurtó al pueblo español esa posibilidad por una decisión política. Por tanto, referéndum sobre Monarquía o República, Sí.

En segundo lugar, tenemos la falla del desprecio institucional hacia las víctimas de la dictadura o de sus herederos. Este desprecio, este insulto, lo encontramos en la no derogación de la Ley de Amnistía de 1977 que dio impunidad a criminales que torturaron o asesinaron a compatriotas por el mero hecho de que estaban en contra del Régimen Franquista. Por este asunto España ha sido condenada varias veces por la ONU, pero no se ha hecho nada. Además, el mero hecho de que los criminales franquistas se beneficiaran de esa ley es una perversión de la misma puesto que estaba diseñada para, precisamente, las víctimas de la dictadura y no para sus colaboradores.

En tercer lugar, tenemos un sistema democrático fallido que requieren una reforma integral en el que, inevitablemente, debe participar el pueblo porque las deficiencias que nuestro modelo tiene son consecuencia, precisamente, de la ausencia de la voz de los ciudadanos en el diseño e implementación del mismo. Lo mismo que ocurrió con la imposición de la voluntad de Franco en la elección del modelo de Jefatura de Estado, sucedió a la hora de diseñar el sistema de democracia que se quería: todo para el pueblo, pero de espaldas al pueblo. Las instituciones se cerraron porque se crearon chiringuitos exclusivos para los partidos políticos. La independencia de los tres poderes básicos de cualquier democracia en este país es una frase bonita escrita en un pergamino porque, en realidad, en España jamás ha habido separación de poderes. El poder legislativo, que debería ser el que trabajara para el pueblo, no es otra cosa que un mero escriba de los deseos del Ejecutivo cuando, en realidad, debería ser al revés para que la democracia española funcionara como tendría que hacerlo para que la prioridad fueran los ciudadanos y no los intereses particulares de quien se encuentre en el Gobierno. En un país con cultura democrática, el Legislativo, como representación de la voluntad popular, legisla y el Ejecutivo implementa lo legislado. Es así de simple. Sin embargo, en este país, sobre todo cuando ha gobernado la derecha con mayoría absoluta, se hace al revés. El Gobierno impone y el Legislativo dispone. Esto también pasó con las mayorías absolutas del PSOE, pero con menos descaro.

Si el poder emanado del pueblo se pone en contra de ese pueblo no hay más salida que la ciudadanía se rebele de un modo democrático.

Por otro lado tenemos la desvergüenza que supone que los órganos judiciales se encuentren a merced de los intereses de los partidos políticos. No es propio de una democracia que sean las organizaciones las que elijan quiénes dirigen la Justicia de este país. El último escándalo fue con la última mayoría absoluta del Partido Popular en que se colocó a presidir el Tribunal Constitucional a un militante del PP. Luego ocurre lo que ocurre y nos encontramos con nombramientos como el de Concepción Espejel para la Audiencia Nacional. Si la Justicia, con su independencia, es la que debe garantizar el respecto a los derechos de los ciudadanos, pero también debe mantener lealtad a ideologías o intereses políticos nos hallamos ante una grave falla de la democracia.

En cuarto lugar, la democracia española falla en algo que es fundamental: el respeto por la libertad religiosa. Es cierto que nuestra Constitución hace referencia a cierta laicidad estatal con el eufemismo “aconfesional” pero, en la práctica, existe una desigualdad entre los diferentes cultos representados en España a causa de la existencia de un acuerdo de carácter medieval entre el Estado español y la Iglesia Católica que tiene todos los privilegios de los que disponía en el franquismo o en el reinado de Alfonso X el Sabio. La laicidad y el respeto real de la libertad de culto es algo fundamental para nuestro país.

Por todo lo anterior, y por otras muchas cosas más como, por ejemplo, la negación a ejecutar en toda su extensión los derechos reconocidos a los españoles en la Constitución para favorecer intereses privados, ideológicos o económicos, hay que convocar un referéndum que devuelva al pueblo la soberanía que tiene reconocida pero que no ha podido hacer efectiva desde que se reinstauró la democracia porque las instituciones se diseñaron, precisamente, para dar la espalda al pueblo.

La revolución que está por venir tiene que llegar, precisamente, por ese referéndum en que todos y cada uno de los españoles decidan y tengan un papel en la creación del Estado y en la implantación de un verdadero sistema democrático.

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