Clausurado el 40 Congreso de Valencia, la pregunta del millón es: ¿qué PSOE sale de este evento histórico? Y como derivada de la cuestión anterior, ¿qué Pedro Sánchez emerge de la gran paellada valenciana gigante? A esta hora podemos decir que la respuesta solo la tiene el propio Sánchez. Periodistas, politólogos y tertulianos se devanan los sesos tratando de recomponer el misterioso puzle existencial de un hombre que hoy es aclamado por los mismos que en su día lo defenestraron en un extraño caso de esquizofrénica catarsis. Sonroja comprobar cómo los barones territoriales enemigos, ZapateroSusana DíazFernández VaraFelipe y demás exconjurados rinden pleitesía al líder con el que nunca comulgaron pero al que ahora dan palmaditas en la espalda y lo ensalzan como nuevo líder de la socialdemocracia europea, lo cual no hace sino confirmar que la política es ese peligroso juego solo apto para psicópatas y oportunistas.

Quienes antes odiaban a Sánchez, en silencio, hoy aparentan quererlo mucho; quienes lo humillaban y ninguneaban por guapo galán sin luces ni talento político (también por envidia de su percha y su mandíbula de Superman, todo hay que decirlo), hoy le reconocen el mérito de haber cosido el partido, al menos de cara a la galería, para darle una última oportunidad a la maltrecha izquierda española. Los que intrigaban contra él, hoy lo aplauden hipócritamente; los que iban de críticos por ideología o porque el personaje les caía mal o sencillamente porque con él en la jefatura se les acababa el chollo felipista y tenían que volver al despachillo de abogados de su pueblo, hoy hasta ocupan algún que otro carguete en la Ejecutiva nacional.

Solo Alfonso Guerra, el ilustrado y mordaz Arfonso, se ha comportado con impecable coherencia política (el que tuvo retuvo) al declinar la invitación para acudir al sarao de un anfitrión al que no traga, una fiesta donde, junto a la acreditación oficial a la entrada, te daban un manual de instrucciones sobre cómo llevarse bien con las otras familias rivales, o sea el programa o prospecto de la nueva fórmula política: dientes dientes. Aquí todos, unos y otros, moderados y propodemitas, liberales y ortodoxos, han enterrado el hacha de guerra (el primero Pedro), por propio instinto de supervivencia y por intereses y proyectos personales de cara al futuro. A fin de cuentas, eso es la democracia de hoy: el reparto pacífico e incruento de las diferentes cuotas de poder. Lo ha reconocido a las claras el propio maestro de ceremonias, Ximo Puig, en su emocionado discurso de despedida: “Este ha sido el congreso de la fraternidad”. Y el del cinismo a calzón quitado, habría que decir. Y el de la hipocresía por puro cálculo y estrategia política, cabría puntualizar.

Sea como fuere, el 40 Congreso ya es historia. Y no pasará precisamente por haber inyectado un nuevo plasma al socialismo del siglo XXI ni por haber relanzado revolucionarias ideas (no hay nada nuevo bajo el sol, todo está recogido en las actas fundacionales del partido de 1879 y en las enseñanzas del patriarca Pablo Iglesias) sino por haber instaurado una nueva versión tuneada del pragmatismo socialista mucho más útil y eficaz que la clásica acuñada por Peirce y que ya se había quedado obsoleta. O sea, la vuelta al viejo lema castellano de o nos salvamos todos o matamos a la burra. La burra es el partido de los 140 años de historia y han estado a punto de cargársela.

Aquí se nos ha vendido un partido verde y feminista para el siglo convulso que nos espera, eso es verdad, pero en realidad de lo que se trataba era de que la rosa marchita no terminara secándose para siempre por tantas reyertas y luchas internas que habían desangrado el socialismo. Todo lo cual nos devuelve a la pregunta clave de este artículo: ¿qué PSOE y qué Sánchez salen de este congreso federal? Por lo que respecta a la organización, a lo colectivo, un partido presuntamente más cohesionado pero bajo cuyo nivel freático circulan escorrentías de malestar y disidencia (los haters seguirán afilando los cuchillos en la sombra y esperarán su oportunidad); un partido bien soldado y fundido al Gobierno hasta formar un mecano engrasado (hasta seis ministros han sido nombrados para la nueva Ejecutiva nacional); un partido a cuyo aparato, tras años de abandono, decadencia y debilitamiento por los liderazgos personalistas, se le ha metido argamasa y hormigón para que no acabe desplomándose como otros proyectos emergentes que en los tiempos líquidos de posverdad que vivimos duran lo que duran.

Y en cuanto al faro y guía espiritual, nos queda un líder que a partir de este momento controlará las pistas de ambos circos. Un líder que, ahora sí, cree tener controlado el patio. Pero también un presidente que, ungido ya con todos los poderes plenipotenciarios, puede terminar emborrachándose de poder, como ya ocurriera con otros que sufrieron el síndrome de Moncloa antes que él. Quizá un hombre más huraño, más hosco, más hermético y preocupado por el sillón de su despacho. Un bello Dorian Gray que tiende a degradarse y a envejecer por dentro y por fuera. Él mismo lo ha expresado, premonitoriamente, en su discurso triunfal: “Cuando se convive con el miedo, se tiene miedo a vivir”. O como dijo Lord Acton: “El poder tiende a corromper, el poder absoluto corrompe absolutamente”.

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