En alguna que otra ocasión hay que darle la razón al miembro de la RAE Arturo Pérez Reverte (por ser de los pocos que dan la cara en esa institución), pues el uso del lenguaje que lleva a cabo la clase política asusta. No tanto por la incultura que demuestran (algo a lo que ya, por desgracia, se está acostumbrado) sino porque son los responsables de la educación. Y si no cuidan del lenguaje, de la propia lengua, cómo esperar que cuiden otros aspectos.

Rechina bastante el uso que se hace por parte del gobierno de la palabra “topar”. En puridad la RAE establece que topar es chocar contra una cosa, hallar algo o a alguien de forma casual, encontrar lo que se buscaba, tropezar… En todos los casos es algo completamente distinto al uso que se le está dando. Pedro Sánchez, que no es que sea una persona con un lenguaje rico, estableció que poner un límite al precio del gas era “topar”. Como nadie le dijo que era una bestia parda del lenguaje y un inculto, todo el mundo le ha seguido, incluidos los periodistas, algunos de los cuales escriben libros y se las dan de cultos.

Luego han venido las mininistras Ione Belarra o Yolanda Díaz a querer topar alimentos, beneficios empresariales, etc. Cualquier persona se puede topar con un plátano o una naranja, pero difícilmente van a topar el precio de esos productos. Con suerte podrán establecer un límite o un precio máximo. No cabe un neologismo de ese tipo cuando existe una palabra que significa algo completamente diferente. Y si miran a la derecha también utilizan el término porque la incultura no va por barrios en este caso, sino que se extiende por toda la clase política.

Poco se puede esperar de personajes tales que piensan que el resto de los españoles son, como poco, idiotas. Ahí tienen a Yolanda Díaz diciendo que en 15 días ha leído 12 libros (igual eran de 20-40 páginas), ha hecho surf, ha comido manjares de su tierra, ha paseado por la playa, etc. En algún lado miente, pero eso no les importa porque realmente piensan que usted es idiota. De ahí que no necesiten poseer una capacidad lingüística para hablar, llegando al caso extremo de Isabel Díaz Ayuso que con unas 1.000 palabras vive. Pero sí inventan un lenguaje propio para aparentar.

Separar a la clase política del pueblo

Da igual el pelaje del político, todos utilizan el “politiqués” (perdón por la palabra inventada). ¿Qué es el politiqués? Un lenguaje corporativo lleno de palabras que parecen cultas por administrativas y que se utiliza para marcar cierta diferencia entre el nosotros y el ellos. O lo que es lo mismo para distinguir a la clase política del pueblo. Inventan términos, abusan del uso de las siglas y cambian el significado de las palabras. Esto último es propio de la izquierda postmoderna por aquello de la deconstrucción y el lacanismo, aunque en realidad es por lo que Lewis Carroll sobre el poder y el significado de las palabras.

Un lenguaje que los periodistas también se apropian para situarse como los intermediarios cualificados entre clase política y pueblo. Sólo hay que leer los libros que editan los periodistas para ver lo mal que escriben teniendo libertad y no estando bajo el control del SEO digital. Así, poco a poco, las personas del corriente se van separando de lo político. Unas porque no entienden lo que se dice aunque les parezcan discursos hermosos (lo estético se suele cuidar), otras porque siendo cultas no pueden entender que semejantes mastuerzos estén gobernando.

Y cuando la política se convierte en cosa de élites y aparatos ideológicos sucede que llega la dictadura bajo apariencia de democracia liberal. Normal que a cualquier intelectual o político no adscrito que utilice el lenguaje común, con las palabras adecuadas y señalando el entramado que han construido se le califique de populista, rojipardo o fascista directamente. La descalificación siempre le llega a aquél que habla con claridad y señalando las fallas del sistema. Incluso los que se proclaman antisistema son parte del sistema y, en ocasiones, son los que hablan más raro. Una forma de distinguirse para conseguir su derrama del capitalismo.

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