En un libro de hace ya algunos años, aunque dentro de este siglo, el pensador Jacques Rancière (El odio a la democracia. Amorrortu editores) analizó cómo aquellos que más golpes de pecho se daban alabando la democracia y el orden del Estado de derecho, al final del camino lo que mostraban es que en sí odiaban la democracia. Ese odio escondido, que el pensador francés califica realmente de policía frente a política,  lo enmascaraban mediante la apelación a la libertad que no deja de ser “la dominación de aquellos que detentan los poderes inmanentes a la sociedad. Es el ingenio de la Ley de incremento de la riqueza” (p. 83). Pablo Casado y Albert Rivera se encuentran en esa posición, valoran la democracia tanto como la odian porque para ellos demasiada democracia, como para la Trilateral por cierto, es mala.

Si han prestado algo de atención a los discurso de ambos dirigentes, sabiendo el suplicio que puede ser, siempre aluden a las leyes, a la constitución (el frente constitucionalista dicen), al título (como si fuesen aristócratas o tecnócratas) que les sitúa a ellos como los más adecuados para gobernar. El resto, el “otro”, no dejan de ser la plebe, los desclasados, el lumpen, el vulgo, la chusma, el populacho, la masa al fin y al cabo. Si se fijan bien no dicen que incorporan a sus partidos a independientes de la Sociedad, sino de la sociedad civil, que es esa estructura de poder que vehicula las demandas de la base sistémica y que se interpone a todos, al pueblo en general, frente al Estado. Eligen a personas no de la Sociedad, algo que consideran vulgar, sino de la sociedad civil porque es ésta la que les otorga título a esos individuos. Y da igual que sea por empresarios, jefes de un Lobby o deportistas famosos. El caso es que no eligen de la Sociedad porque no quieren que el pueblo gobierne, ni tenga veleidades democráticas.

Lo que ellos llaman “sociedad democrática”, mediante ese mecanismo teatral de la política, no es “nunca otra cosa que un trazado ilusorio destinado a sostener tal o cual principio de buen gobierno” (p. 76) decía Rancière. El buen gobierno sólo pueden hacerlos los que ellos y ellas determinan que tienen título. Los méritos cambian si alguien del vulgo consigue alcanzarlos. Siempre son movibles para que la oligarquía del sistema siga obteniendo sus rentas y riquezas. El establishment admite, evidentemente, a personas que no tienen título, pero no tanto por aparentar como por poder testificar que a ciertos colectivos no hay que dejarles el poder pues no saben llegar al “buen gobierno”. “El sufragio universal es una forma mixta nacida de la oligarquía, desviada por el combate democrático” (p. 79) exclama Rancière advirtiendo lo que hemos expresado. Sin la lucha de los de abajo jamás hubiese habido sufragio universal, ni derechos sociales, aunque nos hubiesen seguido vendiendo que la democracia liberal era democracia. Han aceptado, por la posibilidad de adherir a personajes sin título, cierta apertura de voto pero hasta ahí. No les gusta la democracia. Sólo hay que ver cuando se plantea tan sólo un debate sobre lo que es España realmente. No digamos si se quieren hacer referéndums.

Rivera en campaña

Mienten en sus titulaciones o las adquieren por su cara bonita (en el caso de Casado por su sonrisa de sinsorgo) porque deben justificar que tienen título para gobernar. No es porque ese título, ese mérito si lo prefieren, les sirva de algo pues el establishment se encuentra tras ellos, sino porque a la izquierda hay demócratas que no sólo defienden sus ideas y el diálogo, sino que aparecen con los méritos que la sociedad falsamente ha encumbrado. Y decimos falsamente porque tener estudios primero, carreras, masters, doctorados y demás fue utilizado por la oligarquía plutocrática para situarse por encima de los demás. Y cuando el pueblo adquirió esos méritos, mediante un engaño comercial para que circulase el dinero, impusieron las ratios de mejores universidades y demás zarandajas. Esto es, volvieron a situar el listón donde sólo podían llegar las élites. Pero como a la política en sí se dedican los menos capaces del establishment o aquellos a los que compran, deben presentar algún mérito y no aparecer desnudos. Por eso dice Rivera: “Quiero un gobierno que represente la España del esfuerzo y del talento”. Está señalando los títulos que le niega a los demás. Ya avisa de ello el pensador francés cuando advierte que “” (p. 101). Como no hay redistribución de las posiciones sociales y de poder, el reparto de los saberes acaba degenerando en lo que hoy vemos con Casado y Rivera. Una falsa relación de igualdad que sigue generando desigualdad real.

No les gusta la democracia porque la democracia es colectivo y azar en buena medida. Cuando Casado habla del peligro de colectivizar (sin saber realmente qué está diciendo pues no se refiere a medios de producción el muy ignorante), habla de los límites a la democracia inherentes al sistema. No les gusta lo colectivo porque es de todos y no se puede hacer dinero de ello. No les gusta, como dicen los neofascistas, las personas que tienen criterio propio o quieren “verdadera” libertad. ¿Se han dado cuenta de la homogeneidad en el vestir y en el discurso en Ciudadanos y el PP? Parecen sacados todos de la misma fábrica. Y de ahí han sido sacados. No de pijolandia, sino de una cultura elitista, oligárquica, donde saben bien que hay que distinguirse para tener acceso al título de buen gobernante. Todo ello para encubrir que el espacio público político se acaba configurando a través de “una sólida alianza entre la oligarquía estatal y la oligarquía económica” (p. 105). Recuerdan todas esas veces que hemos hablado de las conexiones entre medios de comunicación (poder económico) y partidos de la derecha, ese espacio público está ocupado y a él no tiene acceso el pueblo salvo como mero espectador, y ser espectador equivale a ser pasivo. Justo lo que desean quienes odian la democracia.

el gobierno de la ciencia está condenado a ser el gobierno de las élites

Decía ayer Rivera que “las instituciones son de todos los ciudadanos, no son del señor Torra y no puede haber lazos, ni esteladas, ni símbolos partidistas”. Y tiene razón en términos filosóficos, pero la realidad es que, independientemente del señor Torra, lo que no le gusta a Rivera es que personas que piensan distinto puedan estar en las instituciones. Da igual que sea Sánchez, Torra o Iglesias, esas personas no tienen el título, el mérito para estar ahí, y para ejercer la democracia policíaca. Él, Rivera, sí tiene título porque, en sus paranoias todo hay que decirlo, conoce ese arcano del buen gobierno. Cuando Casado vocifera diciendo que en 6 meses, sí como lo oyen, Sánchez ha quebrado la economía española (aunque sea una mentira) lo que hace es quitarle el título, el conocimiento, el arcano del buen gobierno. Todo ello, en un caso y otro, porque entienden la democracia como una cuestión oligárquica donde hay ciertas relaciones igualitarias para aparentar. Nada más. Su misión es “asegurar la reproducción del mismo personal dominante bajo etiquetas intercambiables” (p. 109). El intercambio en España es PP o Ciudadanos, Casado o Rivera. Y lo malo es que algunas personas de la izquierda juegan a ese juego complacidas y vendidas al establishment.

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