Que las condiciones de salubridad en los centros de internamiento de extranjeros (CIE) no son las más adecuadas es algo que han denunciado sindicatos de Policía como el SUP, que ha sugerido de forma más o menos explícita el cierre de estas instalaciones. Concretamente, este sindicato ha reclamado, “una vez más al Ministerio del Interior, la inmediata resolución de la situación de los centros de internamiento de extranjeros de todo el territorio nacional». Pero lejos de dar una respuesta, el Gobierno central ha permitido que la situación haya terminado siendo insostenible y por momentos vergonzosa. Meses atrás se detectaron brotes de sarna y plagas de chinches que han obligado a cerrar el Centro de Internamiento de Extranjeros de Zapadores, en Valencia. Ante esta situación de auténtica emergencia sanitaria, los responsables decidieron desalojar las instalaciones y proceder a la limpieza y desparasitación del centro. Los chinches no son los únicos inquilinos que acompañan a los inmigrantes en sus miserias diarias; también se han detectado plagas de garrapatas y piojos. La situación del CIE de Valencia es tan penosa que los inmigrantes han llegado a “hacer sus necesidades en un bote” por el mal funcionamiento de los aseos, como ha denunciado una abogada que presta asesoramiento gratuito a los internos. En Valencia se ha dado el caso de que son las propias internas las que han decidido limpiar el módulo en el que permanecen apartadas de los hombres (“una jaula dentro de otra jaula”). A veces no hay grifos en los lavabos porque son desenroscados por algunos internos para utilizarlos como armas de defensa y durante las comidas (que no suelen ser delicias gastronómicas precisamente) cuatro personas tienen que compartir una botella de agua de un litro. No se tienen en cuenta dietas alimentarias especiales por enfermedad, embarazo o religión. Si sigue habiendo crisis en España, dentro de un CIE esa crisis se convierte en mucho más dura y penosa de llevar.

La vida en un centro de internamiento para inmigrantes no suele ser nada cómoda. De entrada a los internos se les trata por un número asignado, no por sus nombres y apellidos. Cuando tienen alguna queja no resulta fácil elevarla a la autoridad, ya que allí dentro no existen libros de reclamaciones. De vez en cuando pasan por el centro los voluntarios de las oenegés previamente controlados por la Policía, que solo pueden entrevistarse con aquellos inmigrantes que figuren en la lista aprobada, es decir, nada de entrevistas espontáneas ni improvisadas. Hay cámaras de videovigilancia por todas partes, menos en las habitaciones, aseos y zonas de cacheo. Las celdas de aislamiento existen como medidas disuasorias y de castigo e infunden auténtico miedo entre los internos. Decenas de personas de múltiples países del mundo –sobre todo magrebíes y subsaharianos, y en menor proporción de la Europa del Este y sudamericanos– se ven obligadas a convivir en espacios muy reducidos, en pequeñas torres de Babel. No hay separación entre los que tienen antecedentes penales y lo que están limpios a la espera de resolución. No hay privilegios. No suele haber un trato humano, sino más bien distante, frío, rutinario. Dar el nombre de “habitaciones” a las celdas donde permanecen encerrados los internos supone un eufemismo, cuando no un sarcasmo. De hecho, todos deben utilizar un interfono para comunicarse con los funcionarios. A menudo los van cambiando de celdas, tal como sucede en las cárceles para evitar motines e intentos de fuga. Las celdas de mujeres y hombres están separadas y todos salen al patio por turnos. Pueden usar el teléfono móvil durante cuatro horas al día, no más, pero por la noche se les requisa hasta el día siguiente. Hay cabinas telefónicas que pocos utilizan porque los sin papeles no suelen llevar dinero encima, y menos para las costosas conferencias internacionales. Las visitas de familiares suelen estar muy restringidas (una por día y durante un máximo de 30 minutos). Se suele prohibir el contacto físico entre ellos (excepto un abrazo al inicio de la visita) y en no pocas ocasiones se hablan en un locutorio a través de un telefonillo. Los familiares pueden hacerles entrega de dinero durante la visita o por correo ordinario pero se suele aconsejar que lo hagan por correo postal, en cuyo caso es un funcionario quien se lo entrega en mano al interno. Los policías no suelen participar en estas cosas. En general, el grado de desinformación de las personas internas es elevado, lo que genera en ellas una “elevada ansiedad y un sentimiento de desamparo”.

Cuando un extranjero denuncia que ha sufrido malos tratos por parte de algún funcionario o vigilante se abre un expediente judicial, pero los casos suelen archivarse porque la Justicia es lenta y cuando la supuesta víctima es llamada a declarar por el juez ya ha sido deportada o se encuentra en paradero desconocido. “Desde SOS Racismo les damos asesoramiento jurídico pero no tiene sentido abrir un juicio cuando la persona ya ha sido deportada. No obstante, seguimos trabajando para que ellos tengan una voz propia”, explica Contreras.

Por lo general, el extranjero que sufre los rigores de la vida en el CIE ve cómo la burocracia no resuelve nada, ya que pasan las semanas y los plazos se agotan sin que se les tramite la documentación ni sean devueltos a sus países de origen. Los trámites para la obtención de papeles suelen ser complicados y farragosos: el extranjero debe demostrar que tiene un arraigo en España o un contrato de trabajo en vigor, lo que rara vez sucede. Sin papeles no hay trabajo y sin trabajo no hay papeles. Es el círculo vicioso en el que suele caer esta gente. Cuando se agotan los plazos legales de detención son puestos en libertad, muchas veces sin que su situación se haya regularizado, así que terminan deambulando por la calle hasta que vuelven a caer en otro control policial. Y vuelta a empezar, vuelta otra vez al centro de internamiento. El CIE se convierte así en el escenario de una práctica rutinaria, cíclica, que criminaliza y priva de libertad a personas inmigrantes de forma gratuita, sin que se lleve finalmente a cabo la regularización o la expulsión efectiva del país. Lo peor de todo es que muchas de estas personas, si el sistema funcionara correctamente, podrían ahorrarse el trauma que supone vivir en un régimen carcelario durante dos meses. No son pocos los inmigrantes que se pasan unas cuantas semanas entre las rejas de un CIE de forma innecesaria por culpa de los errores y lentitudes de la burocracia y la Justicia españolas.

Los llamados “inexpulsables” (aunque ellos la mayoría de las veces no sepan que lo son) tienen derechos que rara vez pueden hacer valer por falta de información. La mayoría de las veces suelen llegar al CIE asustados tras ser cazados en un control policial y prefieren guardar silencio. Ni siquiera se atreven a pedir la asistencia de un abogado. Hay varios supuestos de no expulsión: personas enfermas, menores de edad (al menos 19 pasaron por el CIE en 2015) mujeres embarazadas, víctimas de delitos machistas, de trata de blancas, explotación laboral o sexual y solicitantes de asilo político. También deberían ser objeto de especial protección los indocumentados que no son reconocidos por las autoridades de sus países de origen y los originarios de Estados con los que España no tiene firmados convenios bilaterales de retorno. Los convenios internacionales exigen un estatus privilegiado para estas personas que rara vez se cumple. Son víctimas que a pesar de las penalidades que han sufrido para llegar a España terminan siendo criminalizadas solo por no disponer de un papel.

En algunas dependencias se han registrado brotes de sarna y plagas de chinches, como en el Centro de Internamiento de Extranjeros de Zapadores, en Valencia, que tuvo que ser cerrado durante un tiempo

Catherine, de 20 años, cuenta su experiencia tras pasar por un CIE español: “Huí de mi país, sola, porque practicaban la circuncisión a las niñas. No tenía padre, fue mi madre quien me lo quiso hacer. Me negué e intenté huir, pero me cogieron y con 17 años acabaron haciéndomela. Pude escapar, entré en España en una pequeña embarcación. Si regreso a mi país, mi madre y mi comunidad me matarán. Estuve en el CIE y me pusieron en libertad 21 días después de haber sido internada”, asegura. Caso parecido es el de Talibou, de 42 años: “Llevo diez años en España. Mi mujer y mis dos hijos están en mi país. Estuve veinte días encerrado en el CIE, luego me pusieron en libertad. Me dejaron en la puerta del centro con mis pertenencias y cuatro euros en el bolsillo”, se lamenta. Talibou duerme a la intemperie mientras espera que su solicitud de asilo sea admitida a trámite, pero después de seis meses sigue sin estar resuelta. Su miedo es que la Policía vuelva a detenerlo y a enviarlo de nuevo al temido centro de internamiento. El tiempo máximo de estancia en un CIE es de 60 días: dos meses confinado en una cárcel por carecer de un simple documento oficial. “Fui expulsado en 2009, pero regresé a España. Ahora tengo una mujer española e hijo también español. Cuando paseaba con mi pareja y mi cuñada, la Policía me pidió documentación y fue internado. Pedí asilo y paralicé la expulsión. Finalmente me dejaron en  libertad”, explica otro emigrado.

Cuando el expediente concluye por fin con la deportación por orden gubernativa se le notifica al interesado con apenas dos horas de antelación, de forma que muchas veces no suelen disponer del tiempo suficiente para localizar a sus familiares en el país de origen. Entre el año 2011 y 2015 la Administración española se gastó 26 millones de euros solo en expulsar por vía aérea, en vuelos privados, a 4.674 personas, lo que supone un coste medio de 5.629,86 euros por persona. La política de deportación sale cara a un país, casi más cara que la política de acogida. “Los policías no entramos en si deben ser cerrados o no los CIE, nos limitamos a hacer nuestro trabajo en cumplimiento de la legislación vigente, pero entiendo que los derechos humanos están suficientemente garantizados. Muchas veces se traslada a los agentes un problema que deben resolver los políticos”, afirma el inspector jefe Francisco Blas.

La última regularización masiva de inmigrantes sin documentación en España tuvo lugar en 2005, cuando cerca de 700.000 personas consiguieron legalizar su situación. Eran los años del ‘boom inmobiliario’ y España necesitaba mano de obra barata. Desde entonces el grifo se ha cerrado y han primado las detenciones en los CIE y las deportaciones en frío y en caliente. España no ha quedado a salvo de los nuevos vientos que soplan por Europa impulsados por el auge del nacionalismo xenófobo, los gobiernos ultraderechistas que llegan al poder, el rechazo a los refugiados y las políticas restrictivas de la UE en materia de inmigración. La vida para un inmigrante sin papeles es hoy mucho más dura que en 2005. Y lo será mucho más después de la victoria de Donald Trump en Estados Unidos. Es el caso de Agripinne, que llegó con solo 16 años a las costas andaluzas a bordo de una patera. Clasificada como víctima de trata de seres humanos, rechazó la protección judicial, quizá por miedo a las represalias de la mafia. Fue internada en el CIE de Algeciras y después trasladada a un centro de menores, de donde finalmente logró escapar. Actualmente se desconoce su paradero, según asegura la oenegé SJM. A partir de ahora será una invisible más. Alguien que no interesa a nadie.

 

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