Como el propio autor indica en la Introducción, el libro trata sobre “rescatar las virtudes, las ideas o las verdades que el proyecto moderno ha llevado a la locura recuperando la forma premoderna de esas cosas buenas”. El filósofo Rémi Brague ha obtenido cierta fama por su apuesta de retorno a lo bueno que aportó la Edad media. Como especialista en la materia de aquella época, Manicomio de verdades (Ediciones Encuentro) es un compendio de ese rescate de las ideas pervertidas por el proyecto moderno, algo urgente en esta época postmoderna. Un libro que permite reflexionar sobre el punto al que se ha llegado en estos tiempos.

No es un libro “para católicos” sino un libro escrito por un católico, francés para más señas, con fórmulas ya conocidas en el pasado, las cuales permitirían tomar conciencia del fin de la modernidad y la muerte del hombre. El proyecto ilustrado no ha cumplido sus metas respecto a la mejora progresiva del ser humano. Si la reflexión sobre el hombre (como señaló Michel Foucault en Las palabras y las cosas) es moderna y ha encallado en un circunloquio mediocre, habrá que buscar una salida. Esto es lo que propone Brague, sumándose al gran coro intelectual contra el mantra progresista (con un ateo/agnóstico como John Gray por allí). Si ya no hay hombre, ser humano, perfectible sino sólo tecnificación y mercantilismo, incluso del alma, el proyecto de progreso moderno debe orillarse y buscar una solución.

No se trata, como algunos podrían llegar a pensar, de un libro reaccionario en el sentido de volver a tiempos pretéritos (algo en realidad imposible), sino de implementar remedios tradicionales que han servido tiempo atrás y que deben ajustarse al tiempo presente. Pensar en el rescate de valores y virtudes y, de esta forma, alcanzar la adultez del ser humano, de verdad. El fracaso de la modernidad se observa en eso precisamente, en no haber sabido lograr que el ser humano alcance la edad adulta. Algo que, como explica Brague, estaba ya en el Génesis (el dominio de la naturaleza) y en san Pablo (Gálatas 3:25, 4:2-4). Es una tarea divina que no se puede encomendar al otro, sino que debe ser llevada a cabo por uno mismo. Porque “la modernidad no puede brindar una respuesta acerca de la legitimidad del género humano a menos que abandone su propio proyecto” (p. 32). El experimento moderno falló y es necesario buscar otro camino.

Recuperar el prakton agathon (el bien que se puede generar) es parte del rescate. Y no por una cuestión meramente ética (el bien no tienen conexión con ella en sí) sino porque entre el bien (“Dios es el bien”) y el ser hay una clara correlación. Si mengua aquel, mengua el ser y viceversa. La práctica del bien depende de la libertad, no entendida como libertarismo, sino como libre albedrío. La discusión escolástica vuelve al primer plano y sitúa al ser humano en la tesitura de poder optar por el bien y el mal. Como recuerda Brague, al fin y al cabo, los ángeles y los demonios utilizaron su libertad para quedarse en el amor a Dios o para separarse. Si existe esa libertad para producir el bien ¿por qué no utilizarla? Es Dios mismo el que “llama a participar en su vida de amor”.

El hombre moderno es un esnob. Y lo es no sólo en la vida social ante sus semejantes, sino también en la relación que mantiene con la libertad. No está seguro de su legitimidad y se esfuerza para que le admitan en el club al que pertenece como único miembro, menospreciando a los otros seres naturales” (p. 68) dice Brague sobre la postura del ser humano respecto a la Naturaleza. El individualismo y el progreso están destruyendo a Gaia cuando el sentido del ser es vivir en armonía con lo que le rodea. El problema ecológico, tal y como han recordado algunos pontífices, está ahí y si no se actúa con inmediatez Gaia acabará sacrificando a los seres humanos. La idolatría del mercantilismo se cobrará su sacrificio. Un texto, en esta parte, muy metafórico pero completamente contrario a lo que algunos católicos tienen como creencia. Convencidos, evidentemente, por la ideología del progreso con sus aspectos capitalistas e individualistas. Salvar la Tierra para salvar al ser humano, que no deja de ser un proyecto divino. Para que esto suceda el ser humano debe entender realmente qué es la libertad y a ello dedica Brague buena parte del ensayo.

Para el filósofo francés la libertad no puede, ni debe, construirse sobre los antojos, sobre las pasiones. Dejarse llevar por ellos solamente es una muestra de docilidad absoluta. La libertad, en tanto que elección, debe fundarse en el bien, en la lucha por el bien, el cual tiene similitudes con la creación divina, y en resistir las tendencias espontáneas sacrificando algo del ser individual para alcanzar la madurez. Justo lo contrario del infantilismo propio de esta época. Las fuerzas de la modernidad empujan al ser humano hacia una minoría de edad en todos los aspectos vitales para impedir su verdadera libertad, la que se expresa desde la totalidad de nuestro ser. Lo que no supone una mera elección entre esto o aquello.

Los valores, como producto cultural, han de volver a tener peso social, explica Brague. No han de ser valores directamente generados por el cristianismo, sino que el cristianismo debe ser la base de esa cultura y de esos valores. Al fin y al cabo los mandamientos divinos no dejan de ser comúnmente aceptados como algo universal más allá del hecho religioso. Una moral común y un recordatorio de la ley natural que no se debería haber olvidado a causa del pecado original. Por ello, los valores, inmanentes al ser humano no algo divino, son fundamentales como meta. Una meta que igual no se alcanza con plenitud pero que sirve para hacer el bien. Unos valores comunes y no el relativismo ¿a?moral de la época. Tampoco una defensa dogmática de los propios valores en tanto que privilegios. Como dice la doctrina social de la Iglesia, valores en continuo diálogo pero encaminados hacia hacer el bien. Otra posición sería, como sucede en el Islam, esclavizar al ser humano y privarle de su libertad. De ahí llega la potenciación de las virtudes.

Brague, prosigue el texto, cree que para lograr la difusión de estos valores y virtudes hay que apoyar a la familia. Frente a un Estado que todo lo disciplina y un mercado que todo lo mercantiliza. Frente a esto la familia se constituye como institución social fundamental. El individuo posee dignidad en sí, pero es la familia la que produce realmente personas. Y son las familias las que generan comunidades y no esa sociedad entendida bajo parámetros empresariales típica de la modernidad/postmodernidad. La civilización como conversación comunitaria, gracias a la cual se comprende que existe una barbarie ahí, amenazando constantemente y a la que hay que mantener a raya mediante un esfuerzo prolongado. Conservar, por tanto, es conversar pero sin perder de vista los valores, las virtudes y lo que la historia nos han enseñado. Conservar el ser humano y su Naturaleza es hoy fundamental expone el filósofo francés.

Un magnífico libro para la reflexión se sea católico, agnóstico, ateo o mediopensionista. Con el añadido de la habitual buena labor editora de Encuentro y que ayuda a la lectura del mismo.

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