Debido a nuestra cultura católica la posibilidad de que un cementerio pueda ser divertido no es algo que sea pensamiento común. Peter Ross, empero, nos demuestra que podemos estar equivocados al respecto. En Una tumba con vistas (Capitán Swing) nos ofrece otra visión de los cementerios. Lugares con historias que contarnos. Historias de lo que fuimos y lo que somos. Los muertos siguen hablándonos pasados los siglos y nada mejor que comprobarlo de primera mano, in situ.

Lo primero que sorprende del libro, por lo dicho en la primera línea, es el sentido que tienen los cementerios para toda la cultura británica, en general. Un lugar donde pasear, donde pasar la tarde con unos sándwiches de esas cosas que meten dentro e, incluso, un lugar donde celebrar bodas, de temática gótica o no. La historia del señor Mehra sorprenderá a muchos lectores pues no es habitual que alguien construya un mausoleo a fin de convertirlo en un “lugar donde resolver problemas personales”, una especie de refugio para el alma. También sorprende que Greyfriars sea un “enclave popular donde pasar el tiempo libre” en Edimburgo. Por cierto, hablando de Edimburgo, en el cementerio de Saint Gilbert se casó Agatha Christie.

Paradójicamente, respecto a lo que se pueda pensar a priori, el libro no contiene historias de fantasmas y espectros (de esos se encuentran bastantes más en la política española), aunque alguno hay, sino que son historias de vida (y muerte) que reflejan perfectamente lo que somos y podemos llegar a ser. Cuando habla del cementerio católico de Belfast se dice mucho más de la terrible pugna que existe en Irlanda del Norte que de este o aquel enterrado. Los irlandeses republicanos y católicos tienen su cementerio de tal forma que es realmente un santuario y lugar de peregrinación. “Quien muere por Irlanda vive” es un eslogan que llega a convertirse en un culto a la muerte. Como dice uno de los protagonistas de la crónica de Ross: “Los muertos están siempre con nosotros y, a veces, con más fuerza después de la muerte que en vida”.

El autor también ofrece aspectos más banales, si es que el uso del vocablo banal es aceptable en este contexto, como es el intento de preservar muchos de esos cementerios de su desaparición bajo esta acumulación por desposesión del capitalismo urbano, asumiendo que todo el valor histórico quedaría bajo grandes torres de apartamentos u oficinas. De ahí que sea habitual en muchos de ellos la venta de objetos relacionados, bien con el cementerio, bien con alguno de sus famosos residentes. Las tazas de Eamon de Valera en Dublín compiten con los moldes para galletas de Karl Marx en Highgate (Londres).

Ross nos permite conocer, también, la existencia de cementerios tan solo de mujeres, no por una cuestión feminista, sino porque eran prostitutas y la moral anglicana-protestante no permitía que descansasen en “terreno sacro”. Como sucedía con los cuerpos de todos aquellos bebés que tras nacer fallecían a las pocas horas o días, los cuales también tienen su lugar. O los cementerios o tumbas de brujas, de más de 2.500 mujeres que fueron vilipendiadas, torturadas y quemadas en la muy protestante Escocia. Unos datos que destruyen la leyenda negra y los inventos sobre la Inquisición española, por mucho que los Monty Python hiciesen gracia con aquello.

Un libro divertido, en el sentido lector, pues no solo se acaban conociendo sucesos históricos; historias particulares que encogen el alma; lecciones de vida; sino que, como se dijo al principio, se acaba hablando de nosotros mismos. De lo que fuimos y somos. De la importancia del pasado para entender el presente y tener elementos para poder proyectarse hacia el futuro. De que hay que abandonar algunas cosas malas de antes de ayer, pero abrazar otras que nos dotan de identidad. Cuando Ross nos narra sus charlas con los responsables de los cementerios está ofreciéndonos, tal vez sin saberlo, una perspectiva clara de lo que nos hemos convertido. Un libro que, en cierto modo, sirve para reflexionar mediante la diversión. Porque sí, un cementerio es un sitio divertido.

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